
Bernardo había esperado aquella llamada telefónica desde las nueve de la mañana; eran las ocho cuarenta de la noche y nada: el timbre seguía sin sonar. Desde luego, no se había bañado para no correr el riesgo de no alcanzar a descolgar mientras se colocaba la bata para salir de la regadera –los nervios le impidieron pensar que, si estaba solo en el departamento, no había problema en que saliera desnudo y mojado-. El punto era atender la llamada y enterarse si sí o si no; de esa respuesta dependería su destino con ella, “su ella”.
Durante esas casi doce horas no había probado bocado mas que la mitad de una concha dura de chocolate. La ansiedad le quitó el apetito, lo hizo moverse de un lado a otro a través de todo el apartamento: de la sala a la cocina, de ésta a la recámara de ambos (donde se golpeó el dedo pequeño del pie izquierdo con la base de madera de la cama; ¡de madera!), y de ahí, a subir y bajar la tapa del retrete más de quince veces como una forma de terapia. Sin mencionar los trescientos consecutivos saltos en la cuerda encima de la mesa del estudio.
Sin embargo, para el cuarto para las nueve de la noche, estaba rendido. Bernardo se encontraba totalmente recostado en la alfombra de la sala con la mirada fija en el teléfono. El cual, de verdad, no había sonado en todo el día (y mejor, si hubiese sido la tía o propagandas políticas, el auricular hubiese tenido que pagar y, sobre todo escuchar, las consecuencias).
La sala se encontraba bajo un total silencio, salvo el tic tac del reloj de la cocina y el filtro de la pecera de Tenazas. Cuyos pensamientos no eran otros más que: “Pobre hombre, lleva ahí inmóvil más de una hora”. El reloj de la cocina estaba de acuerdo: él mismo había marcado esos exasperantes y lentos sesenta minutos. La mirada de Bernardo seguía perdida; el teléfono se había resignado, desde las seis, a no timbrar, pero no podía evitar sentir compasión por él. Verlo ahí tirado, desesperado, desilusionado (aún con la pijama), preocupado, temeroso (sin rasurar) y sin embargo, todavía esperanzado.
En pocas palabras, un bulto de carne sintiendo su propia respiración, pero inconsciente de ello y de todo. El teléfono no suena. “¿Seguirá con vida?”, es lo único que aún logra razonar; como siempre, sólo lo peor: el silencio no le contesta otra cosa. Si los silencios de ella hablaran…
***
Son las once y media de la noche. Bernardo no ha hecho otra cosa la última media hora mas que botar una pelota de esponja contra la pared, la de junto a la puerta. El ruido ha despertado a Tenazas: “¿Sigue esperando?”, piensa encamorrado. “Y ya se fumó cuatro Benson mentolados…”, le hubiese contestado el teléfono de compartir un mismo código pez-teléfono que no suena. Bernardo no fuma o al menos, no lo había hecho desde que lo dejó a los quince años. Ahora lo rodean en el piso las colillas de cigarro terminadas a medias (una ya quemó parte de la alfombra en la parte de los rombos naranjas). El reloj sigue avanzando; la luz de la luna se cuela por la rendija de la ventana de la sala. Ya es media noche; la llamada nunc… ¡el teléfono comienza a sonar! Él ha logrado incorporarse, correr hacia él, descolgar y articular el “Regina, ¿qué pasó?”, en menos de veinte segundos. La respuesta fue un No. Los hombres de Gutiérrez no la siguieron; podrá irla a recoger a la estación de autobuses.
Bernardo toma una chamarra, se coloca los tenis de siempre (los de las agujetas moradas) y sale del departamento vertiginosamente. Baja las escaleras brincando de cuatro en cuatro los escalones hasta llegar a la puerta de la entrada del edificio; doña Lucha obviamente no está: son más de las dos de la mañana. Situación que no importa, la puerta realmente no tiene chapa desde hace dos semanas y ningún vecino se ha preocupado por ello, mucho menos la portera.
El problema comienza cuando Bernardo se percata que no tomó las llaves: no podrá quitarle la cadena a su bicicleta, pero tampoco subir por ellas porque no tendrá con qué abrir el departamento. Tampoco tiene dinero para un taxi. Los camiones y el metro ya no dan servicio a esas horas de la madrugada. “Doña Lucha, ¿dónde carajos está?”, le grita a la puerta mientras se jala sus cabellos y patea todas las paredes de la entrada. “¿Qué hago, qué hago, Dios mío santísimo?”… desesperado y sudando, comienza a marearse y finalmente, se desploma desmayado en medio del patio del edificio, frente a su bicicleta encadenada.
***
Regina, al ver que nunca llega, se regresa sola de la estación tan molesta que opta por irse a la casa de su madre. “No puedo creer que sea tan egoísta y no se haya preocupado por mí…”.
DULCE OLVERA
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