viernes, 8 de julio de 2022

La salchicha en el suelo

I

Hace un par de días que está quieto. Roger suele salir (escaparse es la palabra) de casa por las mañanas mientras el resto sale a trabajar, estudiar o lo que sea que hagan cuando abren y cierran la puerta automática del garage. Pero hace un par de días, como desde el viernes, se queda dentro. Come y duerme, como antes, mía y caga, como antes, pero ya no sale a caminar entre las calles para molestar a otros perros que van encadenados con sus amos. 

Las personas con las que vive no lo han notado porque casi nunca están. Es una familia con un perro que no tratan ni conocen mucho. No saben que por las mañanas sale a pasearse solo, olisquear por ahí, mear por allá, cagar por acullá. Su pelaje es blanco de nacimiento, café de batallas y negro de lluvias. Roger, el perro que camina libre, así le dicen algunos vecinos. 

En los años que lleva esa vida híbrida, entre ser un perro callejero citadino y una perro doméstico, ha sobrevivido carros manejados por briagos, motos en sentido contrario, señoras que creen que está perdido e intentan agarrarlo, miradas amenazantes de gatos, gaseros o piperos despistados, sismos, otros perros sueltos totalmente callejeros. 

Por las tardes, antes de que las personas con las que comparte techo arriben, vuelve a entrar como gato por una rendija. Toma agua, se echa a su colchón y se olvida de los semáforos que se pasó en rojo o los escobazos de los taqueros para ahuyentarlo de la carne a la interperie. 


II

Apesta todo el tiempo cuando respira. El piso es rojo cuando abre los ojos y es rojo cuando los cierra entre sus párpados. Lleva quieto semanas aunque quisiera moverse. Debe compartir el espacio con otros, hacinados entre moscas. No conoce otra forma de ser.  Su mundo es lo que sus ojos, uno en cada lado, alcanzan a ver y lo que sus fosas nasales absorben de su semioscuro hogar. Y sobre todo lo que sus orejas escuchan: alaridos, golpes que lo cree como un todo. No conoce las taquerías ni los supermercados con flores en la entrada. Cuando lo haga, ya no será consciente de ello. 

Las personas que ahí trabajan, con mandiles y botas, suelen desquitar con el ganado el deber levantarse tres horas antes de llegar por el largo y pesado trayecto con riesgo de asalto, que su esposa les pide más y más dinero para hijos que no conoce porque casi no ve y, cuando los ve, el cansancio los ciega, que sus cuñados ganan más haciendo menos, o al menos cansándose menos, que el Atlas le ganó a su equipo el sábado por la tarde, que la pantalla de su celular lleva meses estrellada. Pum, pum, pum. Que ellos paguen.  


III

Desde que Roger se comió esa salchicha en el suelo, ya empolvada a fuera de la rosticería, no ha vuelto a salir a la calle. Mía y caga en el patio. La sirvienta tiene un trabajo más. Los vecinos creen que, ahora sí, ya lo atropellaron o, ahora sí, una señora ya se lo llevó (léase rescató). Pero sigue vivo, sigue respirando, sigue durmiendo, sigue ladrando. Simplemente ya no sale. Se queda observando por horas una pared, luego una ventana. A veces las personas con las que vive le acarician su blanca cabeza, a veces él se rasca con las patas o mordisquea un peluche viejo. 

Roger suspira y emite un aura de profunda tristeza. Es un perro, un perro triste. 


IV

El día en que llegó al supermercado lo hizo fragmentado, empacado y acompañado de otras cajas con contenido parecido. Para entonces, ya un trabajador del rastro lo había degollado vivo y cargado de las patas con un lazo para que se terminara de desangrar colgado, en zig zag hasta dejar de oler ese asqueroso aroma que lo acompañó toda su vida, en zig zag para enrojecer aún más el suelo, en zig, zag hasta que la rápida palpitación del corazón se fue calmando poco a poco hasta dejar de latir por completo. Horas antes, ese trabajador había tenido que cambiarse de combi, aún antes del amanecer, porque se descompuso la chatarra, cortarle el cuello con un cuchillo ensangrentado de otro cerdo previo no fue problema. 

La salchicha fue trasladada en tráileres, del rastro a la fábrica, de la fábrica al supermercado, del supermercado a la rosticería. Luego, ya puesta en fuego, antes de ofrecerla en 10x20, rodó hacia el suelo donde Roger la encontró y, antes de que las palomas bajarán del techo, no dudó en comerse de un bocado. 

Su último bocado como un perro feliz. 

DULCE OLVERA

   

  

  

lunes, 30 de noviembre de 2020

Punta Arenas Día 2

Desperté poco antes de las seis de la mañana en otro país, al sur del mundo. Mi plan era bañarme para realmente despertar (doble sueño; el del mundo onírico y el de estar en otro país). Pero era tan temprano que el agua solo caía helada. Y era muy temprano para sufrir. Decidí salirme de la regadera y solo lavarme los dientes y la cara, solo una parte del cuerpo; una manera insuficiente, pero justa para salir.

Me vestí para enfrentar el frío. Por el pasillo rumbo a la puerta de salida, en el primer piso, mucho mejor que cuando lo vi en fotos, observé el tímido amanecer. El conjunto de mar con cielo en una explosión de colores fríos y calientes; un abrazo a un alma lejana y solitaria como en ese momento la mía estaba.

Bajé sin café a la salida del hostal y la camioneta que alquilé meses antes me esperaba (a veces la globalización digital cobra sentido). Me condujo al centro de Punta Arenas mientras apreciaba lo visto un día antes mientras caminaba: mar, mar y más mar, pero ahora sin gente. Se estacionó frente a la agencia de viajes. Decenas de turistas extranjeros se registraban y esperaban partir igual que yo. Pero yo, más que partir a la isla de pingüinos como habíamos pagado meses antes en moneda extranjera (su peso chileno vale menos que un botón), deseaba más que nada en ese lado sur del mundo una taza de café (adicción, se llama adicción).

Pese al obsesivo deseo me percaté que el camión partía, salí corriendo y me subí. Bajé mi gorro de mickey a mis ojos y recobré el sueño. Alrededor de media hora después llegamos a la costa donde se embarcaba. Entre el equipaje consideré llevar dramamine recordando que, ya a mis 26 (?) me marearon las curvas de la carretera de Oaxaca-Mazunte. Me tomé dos pastillas. Por dios vivo, en qué estaba pensando.

Subí al barco; jamás me marée, pero me invadió una tormenta de sueño. Entre pláticas en inglés de académicos europeos ricos, ruido del motor y un inglés perfecto de la guía-turista chilena, me invadió el sueño que llevaba pateando desde que el agua de la regadera salió imposiblemente helada (la hipotermia de un día antes me había baleado).

Antes de llegar al hogar de los pingüinos aislados, el barco hizo una parada sigilosa en otra isla inalcanzable por la red de hierba flotante que defiende a sus inquilinos, lobos marinos, de la avaricia humana. Reposaban en sábado. Tomaban el sol. Su vida lucía tranquila entre sonidos propios y de aves.

El barco siguió su camino alterando las olas del sur del mundo. Finalmente el barco llegó a la isla de pingüinos. Y nunca nos dieron el café prometido en la descripción de la expedición. Eran cientos y cientos. La mayoría parados caminando y otros echados sobre su pecho.

Era sábado por la mañana. Bajamos. El frío era tolerable (en la publicidad turística advertían de fuertes vientos), pero los lentes de sol se hacían obligatorios. Al sur del mundo los rayos UV llegan a niveles preocupantes. Me aparté del grupo, pensando en lo hermoso que sería tener una taza de café durante el paseo.

La isla cuenta con un faro, una casa de investigadores y una cuerda a lo largo para marcar la distancia entre humanos turistas y los dueños del sitio, los pingüinos chaparros y melosos entre ellos. También hay aves revoloteando. Con cadáveres incluidos, manjares para las otras aves negras con pecho blanco. Caminan lento. Miden nuestra pierna. Se consienten entre ellos. Fue inevitable recordar a pingu. No el personaje de la serie. Sino a pingu, la primera persona con la que quise formar una pareja como hacen los pingüinos. 

Tuvimos una hora para recorrer caminando la isla a lo largo de la cuerda. La guía nos pidió no tocarlos, a pesar de que algunos se acercaban a nosotros. "Si inclinan el cuello es que planean atacar para defenderse", planteó. De fondo se veía el barco estacionado, el pasto y rocas a la orilla. Se escuchaba a las aves. Casi al regresar al punto de partida, siendo yo la primera de la fila del grupo, topé con un pingüino en medio del camino. Él estaba en su sitio, yo era la invasora somnolienta. Me puse de espaldas a su ser y caminé lateralmente. Fiu.

Subimos al barco tras la visita a los pingüinos. Nos esperaba, por fin, el café y galletas. Devoré muchas galletas y pedí dos vasos de café mientras regresábamos. Ya despierta, subí al techo del barco, nos sentamos y fuimos viendo delfines saltar por alta mar. Nos emocionamos como niños.

De regreso al centro de Punta Arenas, poco más del mediodía, fui a desayunar en forma. Encontré un letrero que decía "el café me mantiene vivo mientras llega la hora de beber una cerveza". Pedí una sopa y pollo. Comí mientras veía un programa sobre una chica conociendo un lugar de China. Compré una austral y me fui caminando a la playa para disfrutar el mar de la tarde. Me senté a lado de un chico que escuchaba un poco de reggaetón en su bocina. Intenté terminar mi pollo, pero un perro se acercó y se lo di.

Regresé al centro. Pregunté por el museo y acudí. El taquillero tenía a Ray Coniff de fondo. La exposición era sobre los animales de la Patagonia, incluyendo el imponente cóndor andino. Visto desde abajo, y él volando en el techo, me sentí asombrada. También abordaba sobre sus pueblos originarios asesinados por los conquistadores europeos.

Saliendo empecé mi tarde de beber. La primera parada fue un bar cuyas ventanas estaban estrelladas por las manifestaciones chilenas contra el gobierno "asesino" de Piñeira. Mientras tomaba una cerveza leí el diario "El Pingüino". Notas absurdas, sin fondo. Después acudí a una tienda de artesanías y compré el servilletero que mamá encargó. En realidad era un portador de portadores de vasos. Después fui a otro bar. Pedí vino y me puse a escribir en las postales que acababa de adquirir. Mis letras eran para abril. Me emborraché terrible y regresé a la playa.

El ambiente se sentía más festivo ahora. Alquilé una bicicleta. En febrero, hace nueve meses, aún no dominaba las dos ruedas. Aunque había ciclovía, me caí dos veces. Me salieron moretones horribles, incluso cojeaba. No me arrepiento. Rodé por la orilla de la playa viendo el mar. Alrededor de las nueve de la noche me tomé una foto con el reloj para mostrar que apenas, a través de un barco y el mar, veía el atardecer.

Caminé de regreso al hostal. Hice una parada en un remolque para cenar un hot dog con guacamole mientras me imponía la luna llena del 8 de febrero del 2020 vista desde Punta Arenas. Al día siguiente, debía viajar a Puerto Natales.


DULCE OLVERA







   

  


domingo, 17 de mayo de 2020

Punta Arenas, día 1

Desde la conexión Santiago-Montevideo en marzo de 2019 me quedó el gusano de regresar a Chile. Estaba entre el desierto del norte y el hielo del sur. Dado que en México es poco probable (imposible) que vea glaciares, y sí desierto, decidí volar más de 10 horas hacia el fin del mundo, en el hemisferio sur. Fue antes de saber cuántas emisiones de gases de efecto invernadero emiten los aviones, aunque –dice un estudio de una think tank francesa– ver videos en streaming y escribir esto en un blog también contamina e incluso más que viajar por el cielo. En fin, el vuelo CDMX-Santiago salía el jueves 6 de febrero a las 7 de la noche, pero se retrasó una hora porque un avión estacionado en el hangar no dejaba salir a nuestro avión estacionado (?). Abril, Dana y Lucha me despidieron después de tomar una naranjada. En la hora del retraso usé mis cinco dólares en el bolsillo para beber una xx lager en la cafetería de enfrente de la sala de espera (la misma del viaje a Montevideo).

Me tocó compartir el viaje con una chica argentina o algo así. Cené pollo mientras veía cómo Natalie Portman enloquecía después de una misión de la NASA en el espacio. Dormí (sí, soy de las afortunadas que pueden dormir en los incómodos y fríos aviones) y aterrizamos entre las montañas de Santiago. Desde la ventana, aún era madrugada, pude distinguir cómo del mar profundo pasábamos por la costa de Valparaíso y cómo conforme descendía más la nave, nos aproximábamos a la capital de Chile aún durmiendo.

Moría por un café. Tardé en encontrar un Starbucks. La fila era larga. Compré un americano y una botella de agua. Y fotografié el etiquetado claro de sus productos. "Alto en azúcares", decían unas galletas. Fui a tomármelo a unos sillones frente a aviones. Moría de sueño. Escuchaba de fondo, obviamente y sin originalidad de por medio, a los Bunkers. La de "Santiago de Chile".

Después tomé la conexión a Punta Arenas (creo perdí por minutos mi pasaporte en el baño, pero una chica me alertó). Esta vez compartí asientos (más estrechos) con dos madrileños jubilados. El vuelo era uno más hasta que, después de un par de horas, el avión empezó a sobrevolar sobre la cordillera de los Andes. Antes siquiera de aterrizar veía un gran paisaje: montañas y montañas y más montañas cubiertas de nieve y nubes; doble blanco. Escribí en el celular:

"Desde el cielo deslumbra el blanco mezclado entre las nubes y la nieve que las montañas suben. El agua congelada pausa el tiempo y el vuelo".

 Los japoneses se pararon a tomar fotos parados en el pasillo. Entre las montañas lucían lagos azules semicongelados. Algunos asiáticos ya llevaban tapabocas. Los europeos no. No sabían lo que nos esperaba. Primero a ellos y luego, semanas después, a los latinos.

Aterrizamos en Punta Arenas alrededor de las 2 de la tarde, hora del hemisferio sur; de invierno a verano. Pero en toda la semana que estuve en la zona de los Magallanes, a unos pasos de la Antártida, no sentí frío intenso para el que mentalmente me preparé (y compré ropa térmica). Recuperé mi maleta, tomé la primera ofera de taxis (10 mil pesos chilenos) y solicité ir al hostal entre vientos. El chofer era casi sordo. Me pidió la dirección; joder, soy mexicana qué sé yo. Durante el camino, al igual que al llegar a Montevideo, fui viendo la costa y el mar. Volar tantas horas y tantos kilómetros para eso: ver el mar del sur del mundo.

El hostal se equivocó de habitación, me cobraron menos y aún así era lindísima. Muy acogedora. Me reporté viva, mandé un audio a Abril y me duché. Moría de hambre. Me puse chamarra, pregunté al chico de braquets de recepción cómo llegar al centro. Salí y no hacía frío. Crucé la avenida y fui a la playa. Temía que estuviera helada, pero traía el traje de baño puesto. Frente al hostal es una playa casi vacía en comparación con la del centro. Piedritas, sin olas, cielo azul con pocas nubes al fondo. Me quité el pants, y fui a probarla. Cerca de mí solo había una familia chilena con un perro blanco. Dentro del estrecho de Magallanes encontré una lata de cerveza; la saqué. El agua estaba fría y había pequeñas montañitas de arena que generaban islotes en el mar. Era feliz, pero mi estómago me pedía comida. No había desayunado ni comido.

Caminé por la orilla de la playa y luego me adentré entre las calles rumbo al centro. Las casas de un piso de Punta Arenas son pintorescas, el barrio muy tranquilo. En el camino compré una empanada caliente de jamón y queso. Me sentía plena. En la calle "Mejicana" vi una casita para perros callejeros. Finalmente encontré el cielo: un restaurante de cortes. Entré, pedí un corte, mucho vino y me atasqué de panes recién horneados con aderezo chileno. El mesero dijo algo de una cantante mexicana. Reí. Comí, bebí, me embriagué de placer; mi mesa de madera daba a la calle. El mesero me contó que en Tierra de Fuego harían al día siguiente una celebración con mucho cordero. Al día siguiente viajaba a la isla de pingüinos. Salí de ahí algo borracha. Dos meseros coquetearon. Caminé de regreso a la playa, mi prioridad.

¡La fiesta había comenzado! Eran como las siete de la noche. Había mucho sol (anochecería hasta las 10:30 de la noche, ventajas del polo sur en verano). Aprecié el paisaje del malecón, admiré a las aves en parvada disfrutar la orilla y los barcos pesqueros al fondo. Después caminé y vi a una bola de chavales pistear. Quise acercarme a ellos, pero no me atreví. Caminé más y me senté entre cientos de personas. A lo lejos vi a una chica caminar en el mar con cabello rojo. Se me hizo sexy y caminé hacia ella. Me metí al mar para impresionarla y grité de dolor (el frío duele). Nadé hacia ella y ella río. De cerca reparé que era una adolescente. Le pregunté sobre la situación política chilena. Me contó que esa tarde marcharían pese a la represión de los los carabineros. Le dije que quería ir. Que era periodista. Me recomendó no hacerlo. Su hermano se acercó a ella porque, menor de edad hablando con una extraña. Yo seguía tirada sobre el mar helado. Me retiré y al llegar a la orilla tenía hipotermia. Me vestí como pude y huí a refugiarme a la cafetería de la playa. Pero ante tanta demanda nadie me hizo caso. Me puse los guantes y temblaba. Un señor se me quedó viendo extrañado.

Salí de la cafetería sin café con todas mis provisiones: guantes, chamarras, gorro. Poco a poco el calor volvió a mí. Caminé entre calles –con muchas paredes pintadas contra el gobierno y frases del feminismo– buscando el mirador que vi en el mapa de la recepción del hostal. "Muerte a Piñera", "Sueldo digno para el pueblo", pintados en láminas colocadas para evitar pintas. Lo hallé al fondo del centro (uno de dos, el que no tiene los nombres de países). No era nada. Solo un montón de escaleras desde dónde se puede ver gran parte de punta arenas (casitas pequeñas con techos rojos) y el mar. Al fondo una calle empinada que invita a echarse en bici. Me senté para descansar los escalones subidos y los vuelos de horas con extranjeros con tapabocas. En todo el viaje no me quité mi sombrero naranja; me hacía sentirme segura.     

Satisfecha de la vista, bajé al centro de nuevo. Busqué un bar entre más pintas antigobierno y un negocio incendiado, encontré uno y me senté para pedir una cerveza. A lado de la mesa que escogí vi una botella de coca cola con el etiquetado claro. "alto en veneno", debería decir. Nunca nadie llegó a preguntarme qué deseaba beber, así que me salí. Compré como tres cervezas Austral en una tienda y me fui caminando al hostal.

La primera noche siempre termino exhausta. Hablé con Abril mientras bebía las cervezas de los andes, y le mostraba cómo siendo las 10 de la noche aún había luz solar, y dormí. Creo que antes le hice un baile en videollamada. Al día siguiente debía estar lista a las 6:15 am para ir a la isla con pingüinos pequeñitos.

DULCE OLVERA











domingo, 17 de noviembre de 2019

La mirada redirigida al cielo

Era día del padre. Se escuchaban las olas entre la oscuridad. Se escuchaban fuegos artificiales despegar iluminando la arena. Donde el mar cubre una parte del muro entre San Diego y Tijuana, cohetes cruzaban la frontera sin papeles. Por la mañana, las gaviotas volaban entre México y Estados Unidos sin la migra acosando.

El niño encendió la cola del cuete, chillaba el fuego y volaba al otro lado. La niña reía, el mar subía. Por la orilla de la playa acampaban. El agua más profunda se perdía entre la ausencia de luz. Las olas cercanas amenazaban con inundar la tienda de campaña. El fuego de la fogata cedería frente a la sal y espuma.

Las olas se estrellaban contra el muro, nacían remolinos. Nadie podría nadar hasta su límite y pasar al sueño americano sin antes ahogarse. La fuerza del mar es trasnacional. El segundo cuete saltó más alto, dio tres piruetas del lado mexicano y aterrizó en California. Nadie murió.

Los niños redirigieron su mirada de la arena al cielo. Allá arriba, el mar no llegaba. El padre recogió sus suéteres de la arena antes de que las olas alcanzaran a mojarlos entre su ir y venir cada vez más extenso.

-Vanessa, no te acerques al mar. Aléjate de la orilla -recomendó a la menor.
-Lancemos el otro, papi.

El tercer fuego artificial siguió el mismo camino que los anteriores. Cruzó el muro como un reto mínimo, como parte de su ruta, majestuoso, iluminando aquel final de domingo. La madre observaba desde las escaleras, cerca del faro.

Los golpes del mar se escuchaban más fuerte conforme anochecía. Los buques lejanos emitían llamadas luminosas poco perceptibles. Si entonces las olas lo invadían, no se sabría entre la oscuridad y el festejo.

La orilla se achicaba. Las olas se expandían, arribaban imponentes y sin permiso. El padre corrió a quitar la casa.

-Las estacas primero -le dijo al niño que ayudaba a quitarla y cargarla. La niña veía hincada en la arena mientras apretaba con una de sus manos el cuarto cuete.

El padre llevó la casa de campaña a unos centímetros de las escaleras. Y colocó las estacas de nuevo. Dio un trago a la cerveza de la madre mientras la miraba.

-El mar ya está subiendo -le comentó.

La fogata no tardaba en ser inundada.

DULCE OLVERA









 


domingo, 27 de octubre de 2019

Día 4 Cabo Polonio

 8 de marzo


Desperté con 27 años de vida. Abrí las cortinas de a lado de mi cama y vi un amanecer anaranjado arriba del mar. Momentos después se nubló el viernes. Me tomé una selfie en el baño, la primera de 27 años. Me veía sexy, cero cruda y feliz. Un mes y medio después mi novia vería esa foto y le gustaría. Entonces no nos conocíamos.

Me bañé, empaqué (olvidé mi peine negro en el lavabo negro), regresé el adaptador para cargar el celular, y me fui al restaurante del hotel. Qué buen desayuno. El gerente me regaló chocolates. Por un momento pensé que era por mi cumpleaños, pero después comentó que era el día de la mujer (no se conmemora así, señor, pensé). disfruté de la fruta, pan, jamón y café en la terraza viendo el mar nublado y sintiendo el rescoldo de la tormenta de la noche anterior. los paraguas estaban tirados. me preocupaba (daba flojera) caminar hasta la central del omnibús, lejos del centro de Del Diablo donde me encontraba.

Dejé el hotel, caminé un par de calles y pregunté cómo llegar. Una combi me llevaba por 12 pesos uruguayos. En el camino se subió una chica argentina que estaba en un hostal. Bajamos y pidió también un boleto para Cabo Polonio. El omnibús salía a las 11 horas a Polonio, pero venía retrasado. Lloviznaba. Me puse mi suéter y me fui a una esquina a terminarme la mariguana que me vendió aquel artesano brasileño. Esta vez, a diferencia de la tarde anterior, me colocó un poco y disfruté la música.

El camión por fin arribó y partimos a Cabo Polonio, hacia abajo, rumbo a Montevideo. Fueron alrededor de dos horas de viaje: leyendo y escuchando música, y viendo vacas y vacas pastando en la verde costa uruguaya. Cuando llegamos me confundí. No vi mar, solo un sitio con safaris. Joder, un lugar con playa, pregunté a dos chicas. Me sugirieron  regresar al camión. Pero entonces vi a la argentina comprando otro ticket: era para el safari, que te transporta entre bosque a la isla. Polonio es una isla. Sin internet ni luz eléctrica. El retiro perfecto.

gira el haz de luz / para que se vea desde alta mar

El safari se movía de un lado al otro, la chica argentina me preguntó si aceptaban tarjeta en los hostales y le dije que no tenía idea. Pasamos de bosque a la playa, con el faro de los 12 segundos de oscuridad que narra Jorge Drexler en una canción. La chica y yo buscamos un hostal con tarjeta (yo traía efectivo y le dije que cualquier cosa le prestaba), y quedamos como roomies. 16 dólares la noche, solo 16! Me preguntó por qué traía una botella de cerveza vacía en mi maleta. Las colecciono. Justo ahora está en uno de mis libreros. Me cambié, y fui por comida.

yo buscaba el rumbo de regreso sin quererlo encontrar

Polonio es un sitio costero y místico. Me tocó un día nublado. El viento golpeaba, y el mar lucía frío. Caminé por su orilla hasta que encontré sillones acogedores cerca de las olas. Pedí una patricia y me puse a leer y sentir el viento. Horas después el chico del hostal me preguntó si quería comer unas tortas de papa-atún. Entré y también pedí un té caliente. Hacía mucho frío esa tarde de viernes. Pero sentí calor dentro con personas que llevaban meses pernotando ahí. Polonio es un lugar tan acogedor que decides botar todo un rato y quedarte ahí de voluntario, para comer y vivir. Los entendí perfecto.

un faro quieto / nada sería / guía mientras no deje de girar

Luego seguí caminando hacia las dunas. El viento enterraba la arena en mis piernas. Dolía, y me sentí en el desierto, aunque viera el mar frente a mí. El faro quedaba tan lejano, y fue mi siguiente destino.
Aún era de día. La luz solar arriba de las nubes me guió hacia él. Las piedras de ese lado del mar son camas de los lobos marinos negros que reposan todo el día todos los días, salvo cuando bajan a nadar al frío océano.

no es la luz lo que importa en verdad / son los 12 segundos de oscuridad 

Caminé y caminé siguiendo al faro desde mi propia alta mar. Sin luz, sus paredes rojas también guían. Lo subí. Docenas de escalones pequeños. Con una breve distracción puedes caer. Ya arriba, en el mirador circular, el viento pega más fuerte que en las dunas. Te mueve, te hace retroceder el camino. Rebobinar la vida. Vi a Polonio tan pequeño y en paz. El mar rodeándolo. Esperando más lobos de mar y barcos lejanos.

Bajé. Casi anochecía, pero el mar me tentaba. Decidí enfrentar el frío. Magia en Polonio. Me quité el suéter y la falda, y comencé a nadar. Fue encantador como en otros mares. Nadie más ya nadaba a esas horas y con ese clima. Terminé mientras veía el atardecer. Me sequé y subí al centro para vestirme. 

un faro para solo de día / guía mientras no deje de girar

Pedí un café y un pan de espinaca para cenar. Vi a la roomie de lejos, pero no nos saludamos. Leí un rato. Me sentía mojada y con frío. Regresé al cuarto del hostal para cambiarme. Tenía ganas de beber, pero en ese lugar no había bar. Me puse el pants, calcetines y fui al hostal de alado, con bar. Pedí una patricia sentada en la barra. Me aburrí y me pasé al sillón. Pablo comenzó a hablarme y no paramos de charlar toda la noche. Un argentino-francés de entonces 37 años. Hablamos de los lugares que conocía de México y América Latina. Le dije que ayer había sido mi cumpleaños. Le platiqué del autor de serotonina, un francés, pero dijo no haberlo leído. Hablamos de economía y globalización. También charlamos con una música nómada. (él lo es). Finalmente compré una botella de vino, me besó y nos fuimos a la playa pese al frío. Perdimos las copas. El viento nos mataba. Encontramos un bar cerrado con cojines.  nos perdimos de regreso. Finalmente, entre las lámparas de nuestros celulares reencontramos nuestros respectivos hostales y nos despedimos. Entré al cuarto y la roomie ya dormía. Eran como las 2 de la mañana y ese día (sábado) salía mi vuelo de regreso a México a las 17 horas.

12 segundos de oscuridad


PD: El camión de regreso de Polonio a Montevideo salía hasta las 13 horas, por lo que tuve que pedir un taxi hasta la capital uruguaya, lo cual me desbancó, aunque no perdí el vuelo. Todavía me alcanzó para un sándwich, una cerveza, llaveros para la familia, dulce de leche y una playera de Uruguay. Volveré pronto.


DULCE OLVERA









sábado, 7 de septiembre de 2019

Día 3, Punta del Diablo (mi cumpleaños)

Era 7 de marzo, mi cumpleaños. Desperté en el cuarto del hotel de Punta del Este. Me bañé y empecé a recibir felicitaciones. Puse la televisión y era un programa de Argentina. Hay mucho intercambio cultural entre ambos países, aunque se odien. Me vestí con una falda y una blusa playera. Empaqué todo y planeaba ir a Cabo Polonio.

Desayuné dulce de leche, jamón, jugo, café y no sé qué más Tenía mucha sed. La recepionista-camarera me comentó que se acordó que necesitaba un adaptador para mi celular y me lo prestó. Le agradecí muchísimo (en mis siguientes viajes llevaré uno sí o sí). Mientras desayunaba, frente a un altar de buda, me percaté que la uruguaya que leía también Serotonina estaba ahí, desayunando a una mesas. El libro frente a ella, ella viendo su celular. Más tarde bajó su beba y esposo. Fue lindo ver el momento. Terminé el bendito desayuno gratis de los hoteles, me despedí de la chica libro y la grandiosa recepcionista y partí, a una calle de distancia, al omnibús.

Carajo, no había viajes de Punta del Este a Cabo Polonio. Entonces pedí un boleto para Punta del Diablo, el límite entre Uruguay y el enorme Brasil, a unas dos horas y media de ahí. El viaje salía en dos horas. Encargué por 100 pesos uruguayos mi maleta en el guardaropas a cambio de mi número de pasaporte. "Dulce, qué lindo nombre". Gracias, dije.

Uruguay es tan pequeño que puedes hacer mil actividades en un minuto. Fui al otro lado del mar que un día antes. Vi las famosas y fotografiables manos saliendo del suelo. Tomé un par de fotos a esos dedos porque, joder, si no no habría ido al Uruguay. Y caminé un momento entre arena, piedras, pececillos y una mañana de jueves, la mañana de mi cumple 27.

El calor me orilló a encargar una silla con sombrilla. Me compré una patricia de lata, me senté y puse mis audífonos. Mi vista apreciaba el mar, mis oídos la música de babasónicos, mis labios el sabor de la cerveza y mi vista, también, observaba a una viejita en traje de baño sosteniendo su paraguas. La vida en Uruguay es envidiable.

El camión a Punta del Diablo salía 10:30 hora sudamericana. Me acerqué mientras tocaba la batería en el aire al ritmo de una canción de green day. Compré agua uruguaya (esa marca tiene el monopolio en toda la costa, pero he olvidado su nombre). Robé un poco de internet dentro del camión y mandé señales de vida a México.

-Ya llegamos a Punta del Diablo?
-Aún no, yo te aviso -me dijo el señor que, como en todos los viajes en Uruguay, te revisa el boleto al estilo de los trenes. Nadie te solicita algo al abordar el camión hasta la mitad del viaje.
-Ya estamos cerca?
-Ya casi.

Fueron más de tres horas. Detrás de mí un niño también ansiaba llegar a Punta del Diablo y su madre lo callaba. Llegamos a una terminal... en medio de la nada. (Ya de regreso entendí que a lado se ponía una combi para llevarte al centro por menos de 20 pesos uruguayos).

Empecé a caminar con mi maleta debajo del sol entre la carretera rumbo al centro de del diablo. Seguía a un par de viajeros, igualmente cargados con sus maletas. Ser nómada es de las mejores experiencias de la vida, pese a su incomodidad.

Caminaba y caminaba, y nada. Y era mi cumpleaños. Vi un taxi y, cansada, le dije que me llevara. Me cobró creo 100 pesos al hotel aquarela. Vi su nombre en el mapa de la terminal y me llamó. No sabía que era el puto hotel más caro del lugar. Pero lo valió: vista al mar, albercas, amacas, sala de juegos, y desayuno de dioses. 120 dólares la noche y me prestaron el adaptador toda la noche. Dejé olvidado mi peine. Era mi cumpleaños, lo valía.

Dejé las maletas, y salí a conocer Punta del Diablo: tres playas rústicas, casuchas de un nivel; el lugar más parecido a Mazunte, Oaxaca, que conozco. Eran poco antes de las 3 de la tarde, moría de hambre. Subí a un restaurante y pedí un filete de pescado con una caguama de patricia. El mesero, estilo kurt cobain, chuleó mi nombre. Platiqué con la beba de la mesa de a lado mientras disfrutaba el platillo y la vista al mar azul intenso equivalente al calor de esa tarde. Estaba segura que me estaba bajando en ese momento. La magia del viaje se enegrecía. Pero no, la menstruación que según las cuentas llegaría esos días, llegó hasta el domingo 10 de marzo, 12 horas, un par de horas después de aterrizar en la CDMX. Gracias, diosa de la sangre, por entenderlo.

Pedí para llevar el resto de la cerveza y me fui a nadar, nadar, nadar. De crol, de mariposa, de alemana. Qué feliz cumpleaños, lo juro. Salí un momento, bebí cerveza y caminé a la playa de a lado. Había un cúmulo de barcos pesqueros, tal vez alguno había traído el grandioso filete de mi comida.

Puse mi mochila en la sombra de uno de ellos, pintado de rojo con amarillo, y me fui a nadar. Nadaba y nadaba, hasta que de pronto no vi mi mochila. Joder. Cada día solo sacaba el dinero necesario para un día (todo mi capital dividido entre los días que iba a estar, práctica que aprendí cuando viví un mes en tepozotlán). Me acerqué a la costa para ver, y la mochila ahí seguía, pero un perro negro había decidido acostarse a lado. Le agradecí ser guardia.

Para el atardecer, antes caminé a las rocas para acercarme a las olas y sentarme a meditar una media hora, comencé a caminar hacia el centro y las dunas. Repito, Punta del Diablo es Mazunte. Hay cabañas, casas antiguas de un piso, y artesanos vendiendo cualquier manualidad. Una familia me abordó y vendió mi nombre en alambre de cobre. Venían, creo, de Brasil. La mujer y el niño estaban desnutridos. El chico del puesto de a lado hacía pipas de madera. Le compré una y al chico del nombre un poco de mariguana. Pésima. No me puso nada. La quemé al límite de la duna: veía las tres playas, las casuchas y el atardecer tímido; escuchaba a una familia montevideana discutir porque una hermana molestaba a la otra, que el premio por buenas calificaciones sería ir a comer a mc donalds. hasta allá llega el imperialismo, carajo. Por fin se fueron.

Casi anochecía. Bajé al centro de nuevo. Pasé a un bar por un mojito. La dueña puso a Amy Winhouse (back to black) y a Guns N Roses (creo que era november rain, o mi mente me orilla a recordar eso por ser un grato momento). Voltée a ver al cielo, vi otro tipo de estrellas, y agradecí celebrar mi cumpleaños de esa forma. Viajando sola, conviviendo con completos desconocido a miles de kilómetros de mi familia, mi perro y amigos.

Bajé más tras dos mojitos. Pedí una hamburguesa y fui a quemar más mariguana. La carne era de vaca y odié el sabor. El mesero era turco y en inglés me dijo que si quería que fuéramos a cojer. Le dije que no, gracias. Acabé mi cena de 27 años y seguí caminando con un vaso de cerveza en la mano. Mi vejiga explotaba. Hice pipí en un callejón, justo donde vendían mariguana medicinal. Pensé ir, pero viajar sola tiene riesgos. Entonces, ebria, busqué mi hotel. Me perdí. Punta del Diablo no tiene mucha iluminación artificial. Le pregunté a unos chicos dentro de una cabaña, entre calles con arena, si ubicaban el tal aquarella, pero tampoco eran de ahí.

Al fin llegué. Me eché a una hamaca y empecé a leer algunas felicitaciones. Después de me eché a la alberca a nadar un par de vueltas. La alberca tenía luces rojas.

Me salí unos minutos después, me duché, me puse un camisón y me eché a la cama enorme solo para mí a leer serotonina. Caí muerta. Al otro día, como a las 6 de la mañana, abrí las cortinas desde la cama y vi uno de los amaneceres más hermosos de la vida.

Es muy probable, sin temor a equivocarme, que haya sido el mejor cumpleaños hasta ahora.

DULCE OLVERA




















domingo, 14 de julio de 2019

Día 2, Punta del Este

 5 DE MARZO

Desperté en Montevideo. Volví a enfrentar el agua helada del Hotel California. Guardé todo en la maleta y me llevé jabones (no sabía en qué tipo de hoteles seguiría estando). Bajé al comedor que tantas veces vi en las fotos para la reservación.

¿Es eso un desayuno uruguayo tradicional? Fruta y cereal (común) y jamón y trozos de un queso manchego. Lo encontré en el resto de los hoteles siguientes a lo largo de la costa uruguaya. Como mexicana, pensé que eso no me llenaría, así que decidí hacerlos sándwich para que amarrara. Por mientras encargué el celular para que en recepción lo cargaran con el adaptador del que carecía. Acabé, pregunté cómo llegar a la estación de omnibuses y partí.

Reconocí la misma avenida por la que caminé una noche antes, con papeles de colores colgando del cielo. Ubiqué la estación y el camión que iba a Tres Cruces. No tenía la tarjeta de transporte, pero el chofer me dejó pagarle en monedas. Se fue por toda la avenida principal 18 de julio (eso es en cuatro días), y pasó por la Universidad de la República (ese miércoles empezaban las clases, la había visto en una película y ahí hubiera estudiado de haber recibido la beca en 2013); me dejó en Tres Cruces. Linda la terminal. Con ladrillos marrón. Pedí un boleto para Punta del Este, a dos horas de la capital. Me lo dieron parael viaje de las 9:15 horas locales. Leí y dormí durante el camino. Desperté en Maldonado, el departamento donde está Punta del Este. Dos hermanos me orientaron. Debía bajarme en la próxima parada.

Ya ahí, en el balneario, pregunté por un hotel y me recomendaron el de enfrente de la estación. Me dio igual y entré. 40 dólares la noche, la mitad del céntrico en Montevideo. Tenía agua caliente, le tomaron foto a mi pasaporte en vez de sacarle fotocopia, la recepcionista un encanto, pero me tocó
el cuarto de planta baja, a lado del cuarto de los trabajadores y un gato.

Salí en busca de playa y mar. Y fue lo que hallé a unas calles. Me renté una silla, mesa y sombrilla por 300 pesos uruguayos para todo el día hasta el atardecer (me fui antes). Compré una cerveza patricia, me senté, y di el primer sorbo.

Estaba del otro lado: cerveza, mar y el de Uruguay. Más allá de ese mar parece no haber nada más que agua; olas eternas.

Leía un poco (Serotonina, de Houllebecq), bebía, me metía a nadar, y de nuevo el mismo ciclo. Una mujer uruguaya, que iba con su beba, me comentó que también estaba leyendo esa novela. Comentamos la escena de los doberman y el sexo, y reímos.

Horas de relajación después, y muchas patricias, me vestí y caminé por su malecón buscando extender mi panorama sobre Punta del Este, el Acapulco de México, lo comparé. A diferencia de otras playas uruguayas, esta zona es la más turística y la única donde permiten hoteles y edificios altos. Por ahí leí que albergaba a un mafioso.

Durante el camino, impregnado de gaviotas, barcos pesqueros, el kiosko, un sol en la antesala al atardecer y mar, me encontré con un restaurante que me atrajo y me senté. Pedí un salmón y clericot (me lo trajeron blanco con una jarra helada que  refrescaba a las fruta)s. Una jarra de esa delicia solo para mí. Veía a los meseros guapos.

Le pregunté a uno de ellos, ojos felinos azules, que si su cigarro que acababa de forjar era de mariguana. No, lo había preparado con tabaco no procesado, me dijo. Y si quería yerba, podía regresar mañana poco antes de las 10 de la mañana. No regresé. Pero hubiera sido genial quemar con alguien tan guapo y saber un poco sobre él.

Mi última parada fue el clímax del malecón, donde se ven las puestas de sol. La vi, entre cantos de gaviotas; un ambiente pesquero e increíblemente tranquilo para una citadina como yo. El sonido de las aves y las olas le añaden aún más belleza, si es que es posible. De regreso al hotel fue anocheciendo. El olor a mariguana me llamó en una de las calles. Le pedí al mesero que estaba sentado fumando que me diera unas inhaladas. Fue con señas de lejos y al inicio se asustó. Accedió y me preguntó si era de (Ecuador? Bolivia?).

No, de México. Gracias.

Con la percepción aumentada, relajada, fui caminando de regreso. Por un momento quise tomar un taxi para que me acercara a algún centro y entrar a bares. Pero nunca pasó un solo taxi. Mientras caminaba volví a ver lo visto durante el atardecer, pero sin luz, solo electricidad. El ambiente de fiesta aumentaba. Pero a mí me interesaba la costa. Ahí la gente se sentaba a platicar y tomar mate.

Me acosté un momento en los pastos para ver las estrellas. Y después me aproximé al mar a través de un puente.  Les pregunté a dos chicos que hablaban sobre mariguana (una buena en punta del diablo) que si tenían. Dijeron que no. Me acosté en el puente y seguí viendo las estrellas. Abril tiene una constelación en su cuarto y cada que duermo con ella vuelvo a ver esas estrellas de Punta
del Este que me hicieron tan feliz.

Antes de entrar al hotel, pasé a la cafetería de la estación de omnibús y me compré un pan de pollo para el moshis y mi pastel de cumpleaños para el día siguiente. Al final, nunca me lo comí y lo tiré en el basurero del aeropuerto ya de regreso.

DULCE OLVERA 

domingo, 7 de julio de 2019

Mis memorias de Uruguay, marzo 2019

Nota: viajar sola tiene sus pro y contras. Pueden estafarte por la falta de experiencia. Pero no debes consensuar nada con nadie. El espacio nuevo, el tiempo y decisiones son totalmente tuyos. 

DÍA 1, MONTEVIDEO

Cumplí mi sueño al cumplir 27 años. Compré un café Starbucks en unos seis mil pesos chilenos (5 dólares) el martes 4 de marzo alrededor de las 4 o 5 de la mañana, hora de Sudamérica, a miles de olas de distancia de mi hogar en la capital mexicana, donde mi perro dormía a sus 2 o 3 de la mañana.

Era solo una breve parada. Las montañas (no cerros, montañas) que rodean el aeropuerto de Santiago te inquietan a quedarte. Pero mi destino era Montevideo, Uruguay. Arribo: 11 de la mañana, hora sudamericana. En el avión compartí la fila de asientos con un niño. Recuperé un poco de sueño perdido mientras escuchaba el playlist creado para la ocasión.

El piloto avisó del pronto descenso, unas tres horas después. Desde la ventana en el vuelo se veía un río café espantoso. Vi olas tímidas y barcos diminutos que solo los de adentro sabían cuántos días llevaban ahí.

Esa fue mi primera impresión del país que deseaba conocer desde 2013, cuando leí sobre su presidente y la supuesta excelente calidad de vida (ahora sé, por los montevideanos, que los salarios son muy bajos frente a los precios de la canasta básica de comida y servicios). "¡Bárbaro!", me expresó el taxista estafador que me cobró 8 mil pesos uruguayos por trasladarme de Cabo Polonio al aeropuerto para que no perdiera el vuelo de regreso (recomprarlo salía en 30 mil pesos mexicanos). Debió ser un buen día para él. 

Saqué la cámara del celular y capté la entrada del avión a la costa montevideana. Mi corazón latió por fin. Ya arras de suelo, el río (que creen mar) luce azul en pleno verano sudamericano. Lo café se desvaneció.

Pasé a migración y su sello de la República no sé qué del Uruguay estrenó mi pasaporte. Mi maleta sobrevivió el transborde de México-Santiago-Montevideo y la tomé. Se me ocurrió la idiota idiota idea de cambiar casi todos mis dólares en el local del aeropuerto, donde me dieron el tipo de cambio a 24 pesos uruguayos por dólar, siendo que vale unos 33 pesos. Perdí miles de pesos.

El taxi que me llevó al hotel California volvió a estafarme. Pero lo valió por el recorrido de media hora de la provincia donde se ubica el aeropuerto jamás saturado al centro de Montevideo. Una de las primeras cosas que noto de países o ciudades distintas son las placas (y eso que odio a los automovilistas).

Llegué en una semana peculiar para los uruguayos. Era el fin de su verano y de las vacaciones. Aún así seguían ancianos despreocupados sentados en los parques y chicos sin playera corriendo por el malecón en la bella, bella costa de Montevideo. Diversas playas adaptadas para un mar que es río. El calor era soportable, nada intimidante para una mexicana.

Llegué al hotel. Había apartado cinco días, pero en el camino decidí que iría subiendo la costa uruguaya como nómada hasta Punta del Diablo, a unas cinco horas de ahí por carretera. No me cobraron por cancelar. Subí y solo le di 20 pesos uruguayos (nada) a quien me ayudó con la maleta. Llevaba poco tiempo y aún no dominaba el tipo de cambio.

El conector de luz era distinto al de conejito de norteamérica. JODER, pensé. Avisé que seguía viva a las personas importantes en México y puse el celular en modo avión. Tal vez conseguiría luz después. Tomé un baño y los comentarios en google del hotel ya me lo habían advertido: el agua salía helada. 80 dólares por noche en un hotel al centro...

Decidí confiar en los folletos de tours turísticos y contraté uno para recorrer la ciudad. Faltaba media hora para que iniciara. Fui a comer a un restaurante de a lado. Abrí la puerta y los montevideanos estaban ahí, comiendo carne y jarras de vino, pan con aderezos. Una mesera anciana me acercó el menú y los precios me intimidaron. Llevaba grandes ahorros, pero seguía sin dominar el tipo de cambio así que cometí el error de pedir pollo en vez de carne (en URUGUAY!) y, ahí estuvo bien, un tarro de cerveza clara fría. Gran trago, pésimo pollo.

La chica del tour pasó por mí y dos brasileñas al hotel. En la combi turística había más como yo, es decir, turistas. Mexicanos no vi uno solo. Todas las ovaciones a México a lo largo del viaje las recibí yo.

La primera parada fue la plaza Independencia (fueron colonizados por españoles, quienes ACABARON con sus indígenas. No hay. Ya no existen comunidades originarias).

Creo fue lo más impresionante, arquitectónicamente hablando, un edificio emblemático de Montevideo que ahora es hotel o fue planeado como hotel (Palacio Salvo), ubicado entre su Reforma (18 de julio) e Independencia. No podía dejar de verlo. De toda las fotos que tomé durante el viaje fue la única -además de en el faro de Polonio- donde me tomé una selfie. En su momento, hace unas décadas, fue la torre más alta de Latinoamérica. 

"combina referencias renacentistas con reminiscencias góticas y toques neoclásicos, su silueta característica se ha convertido en un emblema de la ciudad", dice wikipedia. 

También hay un arco que divide a ciudad vieja del resto montevideano. El tour siguió al palacio legislativo (aburrido) y a su ciudad deportiva (aburrido).

La mejor parada fue en el mercado de artesanías, un estilo mercado roma donde hay locales de comida y artesanías. Me quedé en un bar de cervezas artesanales. Me tomé un gran vaso de buena cerveza uruguaya y compré otra botella para el resto del tour. Iba relajada, sin preocupaciones. La botella me acompañó en la maleta durante todo el viaje (una roomie argentina en Polonio me preguntó que por qué tenía una botella vacía en mi maleta) y ahora forma parte de mi colección de botellas de cervezas artesanales de diversos estados de México y otros países (alemania, rusia, eu, URUGUAY).

La camioneta del tour llena de brasileños y yo (una pareja de ellos me dijo que conocían Coahuila, sí y a mí qué) arrancó rumbo a las plazas de shopping. Yo, ya ebria, pedí que me bajaran en sus playas. La guía me preguntó como me regresaría al hotel y le dije que en taxi.

Me bajé y caminé a una de las playas del malecón, en la que están las clásicas letras blancas de MONTEVIDEO. El atardecer se aproximaba. Guardé en mi mochila los tenis, me quité el vestido y me fui a echar un chapuzón. Siempre traigo el traje de baño puesto en el mood vacaciones. Las olas no eran olas, era agua de un enorme río arribando a la costa. Volteaba a ver de vez en cuando mi mochila, intacta pese a estar rodeada de otros montevideanos (nunca me robaron). Disfruté el momento y luego me salí al malecón a caminar.

Tenía ganas de conocer la ciudad vieja. Caminé mucho, pero no llegaba. Por fin pude tomar un taxi, y el anciano de barba larga me recomendó ir al café FACAL en el centro y aplaudió mi idea de ir a cabo polonio. En ciudad vieja vi la clase media baja del Montevideo. Las Calles son como de algún centro histórico mexicano. Me aburrí y regresé al malecón a ver el atardecer. Pescaban algunos. Arreció el frío y me puse un suéter, el único que llevé (siempre viajo ligero).

Luego me encaminé por 18 de julio al café. "Frente a una fuente de candados", me orientó el taxista.
Caminé y caminé. Es el único café montevideano donde venden mate. Estaba a punto de desertar cuando vi la mentada fuente. Entré y pedí una lasagna (tienen roces italianos) y el mate. No me gustó su droga: la toman por la mañana, la tarde, la noche, lo sueñan. Cargan la hierba y un termo con agua caliente todo el maldito día.

"Si no lo tomo por la mañana me vuelo loco", me dijo el mesero que me ayudó a tomarlo. Le di buena propina. Para la noche ya dominaba el tipo de cambio. Pero no mi localización: estaba a dos cuadras del hotel california y pedí un taxi. Me cobró en vez de orientarme. Lo sorprendí con un billete de 2 mil pesos uruguayos y tuve que conseguir cambio en la recepción...

Eran como las 9 o 10 de la noche uruguayas, solo las 8 de México. Estaba exhausta. Había iniciado el día de ensueño en Santiago y terminado en una cama matrimonial solo para mí en el centro de Montevideo, la ciudad donde hubiese vivido seis meses de haber recibido la beca de movilidad a la Universidad de la República. A tres días de mi cumpleaños, el sueño empezaba.

Tardó en conciliarse, porque en el cuarto de alado no se callaban la maldita boca.

DULCE OLVERA




 







sábado, 12 de enero de 2019

Para Aiza

Debes estar totalmente en el fondo del lago para querer regresar con tu ex. Ahora tengo todo el tiempo y libertad para entregarme a mi enfermedad. Descubrirme tal como soy. Me emociona jugar con la manía, aunque todo lo que tengo es un bote de helado vacío y un perro angustiado ante los truenos atípicos de invierno. 

Voy a tomar un poco de Holden Caulfield y otro poco de Leonard Bankhead para mezclarlos con leche y licuarlos. Beberé el vaso con restos de huesos, sangre, manía y depresión. El trago me invadirá del conocimiento de Bankhead para iniciar un diario sobre cómo abandonar las cajas de escitalopram que acumulo en los dientes y, sobre todo, en la quijada. 

La sobredosis, del medicamento que impide suicidarte, me está matando. Se ha trasladado al cerebro, a la cabeza. Hace días la migraña me hizo sentir el cerebro detrás mío. Palpitante me perseguía. 

Aventemos la moneda al aire. Ir sacando poco a poco el antidepresivo, el concepto alerta, es tumbar el muro y dejarla entrar. Vives ahora conectada a la vida artificial de los químicos. Desintoxicarse es dar la bienvenida al delirio. 

No encontré nada debajo del lago. Sigo sacando burbujas y bailando en el agua. Si por mí fuera, sería el pez que llevo dentro. Pero la física me bota a la superficie. He salido al lago que visité en Puebla cuyas ondas me mareaban. 

Cómo enfrentarte al pasado. Es abril de 2017. Agneris está a punto de romperme el alma. Y, aunque sé qué pasará en unos días, volveré a hacerlo: tirarme al suelo de la oficina, borracha, un miércoles por la tarde. Morirás seis meses.  

Ahora estoy frente a una pirámide de vidrio que me recuerda el París en el que nunca he estado. Estoy a punto de conocer a Aiza. Es el 12 de octubre de 2017 a las 13:59 horas. Tiempo pasado, para ahí, en el clímax de la emoción. Son las 14 horas en punto y ella está atrás de ti. Volteas hacia atrás y le sonríes. Aiza ha entrado a tu vida. Será de una manera vertiginosa. Tan rápida que te inyecta la necesidad de más. Pero a las 14:02 horas solo sonríes. Cuando alguien te gusta de verdad sientes cada momento con la angustia de que ella se quede. No se quedó. 

Ese día, en cambio, jueves, compartieron la hora de comida. Ya para el postre estabas medio loca por ella.  

Aiza, la del pasado, quédate. Dejé que octubre terminara sin ti. Ahí debí quedarme. Hoy despierto en enero de 2019 sin ti. Voy a dedicarte estos recuerdos a ti. 


DULCE OLVERA  




domingo, 23 de septiembre de 2018

El equilibrio del otoño

CAPÍTULO XX 

Mientras calculo que otoño arriba una vez más, continúo ensimismada. Recostada en cama, por horas, días y noches, he estado. 

Me duele la espalda, siento mi olor, me arden los dientes, y el estómago. Y cada que intento incorporarme y percibir algo (lo que sea), con los ojos cerrados me reitero la misma interrogante: ¿para qué salir de aquí, afuera, donde millones viven, millones de transeúntes, miles de autos, de gente aplastada en cualquier sitio? 

Aquí, aquí estorbo menos. Como rama de árbol caída desde una altura en la que alguna vez pude estar. 

Aquí, aquí estorbo menos. Como una gota de rocío en pastizal, producto de la lluvia de una noche anterior, retando a los rayos solares, ya tímidos, característicos de este bendito otoño, y su equilibrio. 

Ni mucho calor, ni mucho frío. 

Como todo rocío, aunque el sol no ha entrado a este cuarto en meses, desapareceré. Tal vez hoy. Justo ya en otoño; mi último regalo de la vida. 

¿Y si sol era lo único que necesitaba?
¿Un abrazo?
¿Una charla más con el científico de la mente? 

Esto no es suicidio. Esto no es matarse. Esto, esto solo es dejar de vivir. Justo en la estación en que tenía fe. Solo una gota de fe, de lluvia a rocío, y de finales de septiembre. 

DULCE OLVERA 


Octubre 2016-septiembre 2018, CDMX.