I
Hace un par de días que está quieto. Roger suele salir (escaparse es la palabra) de casa por las mañanas mientras el resto sale a trabajar, estudiar o lo que sea que hagan cuando abren y cierran la puerta automática del garage. Pero hace un par de días, como desde el viernes, se queda dentro. Come y duerme, como antes, mía y caga, como antes, pero ya no sale a caminar entre las calles para molestar a otros perros que van encadenados con sus amos.
Las personas con las que vive no lo han notado porque casi nunca están. Es una familia con un perro que no tratan ni conocen mucho. No saben que por las mañanas sale a pasearse solo, olisquear por ahí, mear por allá, cagar por acullá. Su pelaje es blanco de nacimiento, café de batallas y negro de lluvias. Roger, el perro que camina libre, así le dicen algunos vecinos.
En los años que lleva esa vida híbrida, entre ser un perro callejero citadino y una perro doméstico, ha sobrevivido carros manejados por briagos, motos en sentido contrario, señoras que creen que está perdido e intentan agarrarlo, miradas amenazantes de gatos, gaseros o piperos despistados, sismos, otros perros sueltos totalmente callejeros.
Por las tardes, antes de que las personas con las que comparte techo arriben, vuelve a entrar como gato por una rendija. Toma agua, se echa a su colchón y se olvida de los semáforos que se pasó en rojo o los escobazos de los taqueros para ahuyentarlo de la carne a la interperie.
II
Apesta todo el tiempo cuando respira. El piso es rojo cuando abre los ojos y es rojo cuando los cierra entre sus párpados. Lleva quieto semanas aunque quisiera moverse. Debe compartir el espacio con otros, hacinados entre moscas. No conoce otra forma de ser. Su mundo es lo que sus ojos, uno en cada lado, alcanzan a ver y lo que sus fosas nasales absorben de su semioscuro hogar. Y sobre todo lo que sus orejas escuchan: alaridos, golpes que lo cree como un todo. No conoce las taquerías ni los supermercados con flores en la entrada. Cuando lo haga, ya no será consciente de ello.
Las personas que ahí trabajan, con mandiles y botas, suelen desquitar con el ganado el deber levantarse tres horas antes de llegar por el largo y pesado trayecto con riesgo de asalto, que su esposa les pide más y más dinero para hijos que no conoce porque casi no ve y, cuando los ve, el cansancio los ciega, que sus cuñados ganan más haciendo menos, o al menos cansándose menos, que el Atlas le ganó a su equipo el sábado por la tarde, que la pantalla de su celular lleva meses estrellada. Pum, pum, pum. Que ellos paguen.
III
Desde que Roger se comió esa salchicha en el suelo, ya empolvada a fuera de la rosticería, no ha vuelto a salir a la calle. Mía y caga en el patio. La sirvienta tiene un trabajo más. Los vecinos creen que, ahora sí, ya lo atropellaron o, ahora sí, una señora ya se lo llevó (léase rescató). Pero sigue vivo, sigue respirando, sigue durmiendo, sigue ladrando. Simplemente ya no sale. Se queda observando por horas una pared, luego una ventana. A veces las personas con las que vive le acarician su blanca cabeza, a veces él se rasca con las patas o mordisquea un peluche viejo.
Roger suspira y emite un aura de profunda tristeza. Es un perro, un perro triste.
IV
El día en que llegó al supermercado lo hizo fragmentado, empacado y acompañado de otras cajas con contenido parecido. Para entonces, ya un trabajador del rastro lo había degollado vivo y cargado de las patas con un lazo para que se terminara de desangrar colgado, en zig zag hasta dejar de oler ese asqueroso aroma que lo acompañó toda su vida, en zig zag para enrojecer aún más el suelo, en zig, zag hasta que la rápida palpitación del corazón se fue calmando poco a poco hasta dejar de latir por completo. Horas antes, ese trabajador había tenido que cambiarse de combi, aún antes del amanecer, porque se descompuso la chatarra, cortarle el cuello con un cuchillo ensangrentado de otro cerdo previo no fue problema.
La salchicha fue trasladada en tráileres, del rastro a la fábrica, de la fábrica al supermercado, del supermercado a la rosticería. Luego, ya puesta en fuego, antes de ofrecerla en 10x20, rodó hacia el suelo donde Roger la encontró y, antes de que las palomas bajarán del techo, no dudó en comerse de un bocado.
Su último bocado como un perro feliz.
DULCE OLVERA