domingo, 17 de mayo de 2020

Punta Arenas, día 1

Desde la conexión Santiago-Montevideo en marzo de 2019 me quedó el gusano de regresar a Chile. Estaba entre el desierto del norte y el hielo del sur. Dado que en México es poco probable (imposible) que vea glaciares, y sí desierto, decidí volar más de 10 horas hacia el fin del mundo, en el hemisferio sur. Fue antes de saber cuántas emisiones de gases de efecto invernadero emiten los aviones, aunque –dice un estudio de una think tank francesa– ver videos en streaming y escribir esto en un blog también contamina e incluso más que viajar por el cielo. En fin, el vuelo CDMX-Santiago salía el jueves 6 de febrero a las 7 de la noche, pero se retrasó una hora porque un avión estacionado en el hangar no dejaba salir a nuestro avión estacionado (?). Abril, Dana y Lucha me despidieron después de tomar una naranjada. En la hora del retraso usé mis cinco dólares en el bolsillo para beber una xx lager en la cafetería de enfrente de la sala de espera (la misma del viaje a Montevideo).

Me tocó compartir el viaje con una chica argentina o algo así. Cené pollo mientras veía cómo Natalie Portman enloquecía después de una misión de la NASA en el espacio. Dormí (sí, soy de las afortunadas que pueden dormir en los incómodos y fríos aviones) y aterrizamos entre las montañas de Santiago. Desde la ventana, aún era madrugada, pude distinguir cómo del mar profundo pasábamos por la costa de Valparaíso y cómo conforme descendía más la nave, nos aproximábamos a la capital de Chile aún durmiendo.

Moría por un café. Tardé en encontrar un Starbucks. La fila era larga. Compré un americano y una botella de agua. Y fotografié el etiquetado claro de sus productos. "Alto en azúcares", decían unas galletas. Fui a tomármelo a unos sillones frente a aviones. Moría de sueño. Escuchaba de fondo, obviamente y sin originalidad de por medio, a los Bunkers. La de "Santiago de Chile".

Después tomé la conexión a Punta Arenas (creo perdí por minutos mi pasaporte en el baño, pero una chica me alertó). Esta vez compartí asientos (más estrechos) con dos madrileños jubilados. El vuelo era uno más hasta que, después de un par de horas, el avión empezó a sobrevolar sobre la cordillera de los Andes. Antes siquiera de aterrizar veía un gran paisaje: montañas y montañas y más montañas cubiertas de nieve y nubes; doble blanco. Escribí en el celular:

"Desde el cielo deslumbra el blanco mezclado entre las nubes y la nieve que las montañas suben. El agua congelada pausa el tiempo y el vuelo".

 Los japoneses se pararon a tomar fotos parados en el pasillo. Entre las montañas lucían lagos azules semicongelados. Algunos asiáticos ya llevaban tapabocas. Los europeos no. No sabían lo que nos esperaba. Primero a ellos y luego, semanas después, a los latinos.

Aterrizamos en Punta Arenas alrededor de las 2 de la tarde, hora del hemisferio sur; de invierno a verano. Pero en toda la semana que estuve en la zona de los Magallanes, a unos pasos de la Antártida, no sentí frío intenso para el que mentalmente me preparé (y compré ropa térmica). Recuperé mi maleta, tomé la primera ofera de taxis (10 mil pesos chilenos) y solicité ir al hostal entre vientos. El chofer era casi sordo. Me pidió la dirección; joder, soy mexicana qué sé yo. Durante el camino, al igual que al llegar a Montevideo, fui viendo la costa y el mar. Volar tantas horas y tantos kilómetros para eso: ver el mar del sur del mundo.

El hostal se equivocó de habitación, me cobraron menos y aún así era lindísima. Muy acogedora. Me reporté viva, mandé un audio a Abril y me duché. Moría de hambre. Me puse chamarra, pregunté al chico de braquets de recepción cómo llegar al centro. Salí y no hacía frío. Crucé la avenida y fui a la playa. Temía que estuviera helada, pero traía el traje de baño puesto. Frente al hostal es una playa casi vacía en comparación con la del centro. Piedritas, sin olas, cielo azul con pocas nubes al fondo. Me quité el pants, y fui a probarla. Cerca de mí solo había una familia chilena con un perro blanco. Dentro del estrecho de Magallanes encontré una lata de cerveza; la saqué. El agua estaba fría y había pequeñas montañitas de arena que generaban islotes en el mar. Era feliz, pero mi estómago me pedía comida. No había desayunado ni comido.

Caminé por la orilla de la playa y luego me adentré entre las calles rumbo al centro. Las casas de un piso de Punta Arenas son pintorescas, el barrio muy tranquilo. En el camino compré una empanada caliente de jamón y queso. Me sentía plena. En la calle "Mejicana" vi una casita para perros callejeros. Finalmente encontré el cielo: un restaurante de cortes. Entré, pedí un corte, mucho vino y me atasqué de panes recién horneados con aderezo chileno. El mesero dijo algo de una cantante mexicana. Reí. Comí, bebí, me embriagué de placer; mi mesa de madera daba a la calle. El mesero me contó que en Tierra de Fuego harían al día siguiente una celebración con mucho cordero. Al día siguiente viajaba a la isla de pingüinos. Salí de ahí algo borracha. Dos meseros coquetearon. Caminé de regreso a la playa, mi prioridad.

¡La fiesta había comenzado! Eran como las siete de la noche. Había mucho sol (anochecería hasta las 10:30 de la noche, ventajas del polo sur en verano). Aprecié el paisaje del malecón, admiré a las aves en parvada disfrutar la orilla y los barcos pesqueros al fondo. Después caminé y vi a una bola de chavales pistear. Quise acercarme a ellos, pero no me atreví. Caminé más y me senté entre cientos de personas. A lo lejos vi a una chica caminar en el mar con cabello rojo. Se me hizo sexy y caminé hacia ella. Me metí al mar para impresionarla y grité de dolor (el frío duele). Nadé hacia ella y ella río. De cerca reparé que era una adolescente. Le pregunté sobre la situación política chilena. Me contó que esa tarde marcharían pese a la represión de los los carabineros. Le dije que quería ir. Que era periodista. Me recomendó no hacerlo. Su hermano se acercó a ella porque, menor de edad hablando con una extraña. Yo seguía tirada sobre el mar helado. Me retiré y al llegar a la orilla tenía hipotermia. Me vestí como pude y huí a refugiarme a la cafetería de la playa. Pero ante tanta demanda nadie me hizo caso. Me puse los guantes y temblaba. Un señor se me quedó viendo extrañado.

Salí de la cafetería sin café con todas mis provisiones: guantes, chamarras, gorro. Poco a poco el calor volvió a mí. Caminé entre calles –con muchas paredes pintadas contra el gobierno y frases del feminismo– buscando el mirador que vi en el mapa de la recepción del hostal. "Muerte a Piñera", "Sueldo digno para el pueblo", pintados en láminas colocadas para evitar pintas. Lo hallé al fondo del centro (uno de dos, el que no tiene los nombres de países). No era nada. Solo un montón de escaleras desde dónde se puede ver gran parte de punta arenas (casitas pequeñas con techos rojos) y el mar. Al fondo una calle empinada que invita a echarse en bici. Me senté para descansar los escalones subidos y los vuelos de horas con extranjeros con tapabocas. En todo el viaje no me quité mi sombrero naranja; me hacía sentirme segura.     

Satisfecha de la vista, bajé al centro de nuevo. Busqué un bar entre más pintas antigobierno y un negocio incendiado, encontré uno y me senté para pedir una cerveza. A lado de la mesa que escogí vi una botella de coca cola con el etiquetado claro. "alto en veneno", debería decir. Nunca nadie llegó a preguntarme qué deseaba beber, así que me salí. Compré como tres cervezas Austral en una tienda y me fui caminando al hostal.

La primera noche siempre termino exhausta. Hablé con Abril mientras bebía las cervezas de los andes, y le mostraba cómo siendo las 10 de la noche aún había luz solar, y dormí. Creo que antes le hice un baile en videollamada. Al día siguiente debía estar lista a las 6:15 am para ir a la isla con pingüinos pequeñitos.

DULCE OLVERA











1 comentario:

Unknown dijo...

Hola. Dulce. Tienes algún proyecto o investigación en Yucatán, acerca de las granjas porcicolas, avicolas, etc.?