lunes, 30 de noviembre de 2020

Punta Arenas Día 2

Desperté poco antes de las seis de la mañana en otro país, al sur del mundo. Mi plan era bañarme para realmente despertar (doble sueño; el del mundo onírico y el de estar en otro país). Pero era tan temprano que el agua solo caía helada. Y era muy temprano para sufrir. Decidí salirme de la regadera y solo lavarme los dientes y la cara, solo una parte del cuerpo; una manera insuficiente, pero justa para salir.

Me vestí para enfrentar el frío. Por el pasillo rumbo a la puerta de salida, en el primer piso, mucho mejor que cuando lo vi en fotos, observé el tímido amanecer. El conjunto de mar con cielo en una explosión de colores fríos y calientes; un abrazo a un alma lejana y solitaria como en ese momento la mía estaba.

Bajé sin café a la salida del hostal y la camioneta que alquilé meses antes me esperaba (a veces la globalización digital cobra sentido). Me condujo al centro de Punta Arenas mientras apreciaba lo visto un día antes mientras caminaba: mar, mar y más mar, pero ahora sin gente. Se estacionó frente a la agencia de viajes. Decenas de turistas extranjeros se registraban y esperaban partir igual que yo. Pero yo, más que partir a la isla de pingüinos como habíamos pagado meses antes en moneda extranjera (su peso chileno vale menos que un botón), deseaba más que nada en ese lado sur del mundo una taza de café (adicción, se llama adicción).

Pese al obsesivo deseo me percaté que el camión partía, salí corriendo y me subí. Bajé mi gorro de mickey a mis ojos y recobré el sueño. Alrededor de media hora después llegamos a la costa donde se embarcaba. Entre el equipaje consideré llevar dramamine recordando que, ya a mis 26 (?) me marearon las curvas de la carretera de Oaxaca-Mazunte. Me tomé dos pastillas. Por dios vivo, en qué estaba pensando.

Subí al barco; jamás me marée, pero me invadió una tormenta de sueño. Entre pláticas en inglés de académicos europeos ricos, ruido del motor y un inglés perfecto de la guía-turista chilena, me invadió el sueño que llevaba pateando desde que el agua de la regadera salió imposiblemente helada (la hipotermia de un día antes me había baleado).

Antes de llegar al hogar de los pingüinos aislados, el barco hizo una parada sigilosa en otra isla inalcanzable por la red de hierba flotante que defiende a sus inquilinos, lobos marinos, de la avaricia humana. Reposaban en sábado. Tomaban el sol. Su vida lucía tranquila entre sonidos propios y de aves.

El barco siguió su camino alterando las olas del sur del mundo. Finalmente el barco llegó a la isla de pingüinos. Y nunca nos dieron el café prometido en la descripción de la expedición. Eran cientos y cientos. La mayoría parados caminando y otros echados sobre su pecho.

Era sábado por la mañana. Bajamos. El frío era tolerable (en la publicidad turística advertían de fuertes vientos), pero los lentes de sol se hacían obligatorios. Al sur del mundo los rayos UV llegan a niveles preocupantes. Me aparté del grupo, pensando en lo hermoso que sería tener una taza de café durante el paseo.

La isla cuenta con un faro, una casa de investigadores y una cuerda a lo largo para marcar la distancia entre humanos turistas y los dueños del sitio, los pingüinos chaparros y melosos entre ellos. También hay aves revoloteando. Con cadáveres incluidos, manjares para las otras aves negras con pecho blanco. Caminan lento. Miden nuestra pierna. Se consienten entre ellos. Fue inevitable recordar a pingu. No el personaje de la serie. Sino a pingu, la primera persona con la que quise formar una pareja como hacen los pingüinos. 

Tuvimos una hora para recorrer caminando la isla a lo largo de la cuerda. La guía nos pidió no tocarlos, a pesar de que algunos se acercaban a nosotros. "Si inclinan el cuello es que planean atacar para defenderse", planteó. De fondo se veía el barco estacionado, el pasto y rocas a la orilla. Se escuchaba a las aves. Casi al regresar al punto de partida, siendo yo la primera de la fila del grupo, topé con un pingüino en medio del camino. Él estaba en su sitio, yo era la invasora somnolienta. Me puse de espaldas a su ser y caminé lateralmente. Fiu.

Subimos al barco tras la visita a los pingüinos. Nos esperaba, por fin, el café y galletas. Devoré muchas galletas y pedí dos vasos de café mientras regresábamos. Ya despierta, subí al techo del barco, nos sentamos y fuimos viendo delfines saltar por alta mar. Nos emocionamos como niños.

De regreso al centro de Punta Arenas, poco más del mediodía, fui a desayunar en forma. Encontré un letrero que decía "el café me mantiene vivo mientras llega la hora de beber una cerveza". Pedí una sopa y pollo. Comí mientras veía un programa sobre una chica conociendo un lugar de China. Compré una austral y me fui caminando a la playa para disfrutar el mar de la tarde. Me senté a lado de un chico que escuchaba un poco de reggaetón en su bocina. Intenté terminar mi pollo, pero un perro se acercó y se lo di.

Regresé al centro. Pregunté por el museo y acudí. El taquillero tenía a Ray Coniff de fondo. La exposición era sobre los animales de la Patagonia, incluyendo el imponente cóndor andino. Visto desde abajo, y él volando en el techo, me sentí asombrada. También abordaba sobre sus pueblos originarios asesinados por los conquistadores europeos.

Saliendo empecé mi tarde de beber. La primera parada fue un bar cuyas ventanas estaban estrelladas por las manifestaciones chilenas contra el gobierno "asesino" de Piñeira. Mientras tomaba una cerveza leí el diario "El Pingüino". Notas absurdas, sin fondo. Después acudí a una tienda de artesanías y compré el servilletero que mamá encargó. En realidad era un portador de portadores de vasos. Después fui a otro bar. Pedí vino y me puse a escribir en las postales que acababa de adquirir. Mis letras eran para abril. Me emborraché terrible y regresé a la playa.

El ambiente se sentía más festivo ahora. Alquilé una bicicleta. En febrero, hace nueve meses, aún no dominaba las dos ruedas. Aunque había ciclovía, me caí dos veces. Me salieron moretones horribles, incluso cojeaba. No me arrepiento. Rodé por la orilla de la playa viendo el mar. Alrededor de las nueve de la noche me tomé una foto con el reloj para mostrar que apenas, a través de un barco y el mar, veía el atardecer.

Caminé de regreso al hostal. Hice una parada en un remolque para cenar un hot dog con guacamole mientras me imponía la luna llena del 8 de febrero del 2020 vista desde Punta Arenas. Al día siguiente, debía viajar a Puerto Natales.


DULCE OLVERA







   

  


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