domingo, 14 de julio de 2019

Día 2, Punta del Este

 5 DE MARZO

Desperté en Montevideo. Volví a enfrentar el agua helada del Hotel California. Guardé todo en la maleta y me llevé jabones (no sabía en qué tipo de hoteles seguiría estando). Bajé al comedor que tantas veces vi en las fotos para la reservación.

¿Es eso un desayuno uruguayo tradicional? Fruta y cereal (común) y jamón y trozos de un queso manchego. Lo encontré en el resto de los hoteles siguientes a lo largo de la costa uruguaya. Como mexicana, pensé que eso no me llenaría, así que decidí hacerlos sándwich para que amarrara. Por mientras encargué el celular para que en recepción lo cargaran con el adaptador del que carecía. Acabé, pregunté cómo llegar a la estación de omnibuses y partí.

Reconocí la misma avenida por la que caminé una noche antes, con papeles de colores colgando del cielo. Ubiqué la estación y el camión que iba a Tres Cruces. No tenía la tarjeta de transporte, pero el chofer me dejó pagarle en monedas. Se fue por toda la avenida principal 18 de julio (eso es en cuatro días), y pasó por la Universidad de la República (ese miércoles empezaban las clases, la había visto en una película y ahí hubiera estudiado de haber recibido la beca en 2013); me dejó en Tres Cruces. Linda la terminal. Con ladrillos marrón. Pedí un boleto para Punta del Este, a dos horas de la capital. Me lo dieron parael viaje de las 9:15 horas locales. Leí y dormí durante el camino. Desperté en Maldonado, el departamento donde está Punta del Este. Dos hermanos me orientaron. Debía bajarme en la próxima parada.

Ya ahí, en el balneario, pregunté por un hotel y me recomendaron el de enfrente de la estación. Me dio igual y entré. 40 dólares la noche, la mitad del céntrico en Montevideo. Tenía agua caliente, le tomaron foto a mi pasaporte en vez de sacarle fotocopia, la recepcionista un encanto, pero me tocó
el cuarto de planta baja, a lado del cuarto de los trabajadores y un gato.

Salí en busca de playa y mar. Y fue lo que hallé a unas calles. Me renté una silla, mesa y sombrilla por 300 pesos uruguayos para todo el día hasta el atardecer (me fui antes). Compré una cerveza patricia, me senté, y di el primer sorbo.

Estaba del otro lado: cerveza, mar y el de Uruguay. Más allá de ese mar parece no haber nada más que agua; olas eternas.

Leía un poco (Serotonina, de Houllebecq), bebía, me metía a nadar, y de nuevo el mismo ciclo. Una mujer uruguaya, que iba con su beba, me comentó que también estaba leyendo esa novela. Comentamos la escena de los doberman y el sexo, y reímos.

Horas de relajación después, y muchas patricias, me vestí y caminé por su malecón buscando extender mi panorama sobre Punta del Este, el Acapulco de México, lo comparé. A diferencia de otras playas uruguayas, esta zona es la más turística y la única donde permiten hoteles y edificios altos. Por ahí leí que albergaba a un mafioso.

Durante el camino, impregnado de gaviotas, barcos pesqueros, el kiosko, un sol en la antesala al atardecer y mar, me encontré con un restaurante que me atrajo y me senté. Pedí un salmón y clericot (me lo trajeron blanco con una jarra helada que  refrescaba a las fruta)s. Una jarra de esa delicia solo para mí. Veía a los meseros guapos.

Le pregunté a uno de ellos, ojos felinos azules, que si su cigarro que acababa de forjar era de mariguana. No, lo había preparado con tabaco no procesado, me dijo. Y si quería yerba, podía regresar mañana poco antes de las 10 de la mañana. No regresé. Pero hubiera sido genial quemar con alguien tan guapo y saber un poco sobre él.

Mi última parada fue el clímax del malecón, donde se ven las puestas de sol. La vi, entre cantos de gaviotas; un ambiente pesquero e increíblemente tranquilo para una citadina como yo. El sonido de las aves y las olas le añaden aún más belleza, si es que es posible. De regreso al hotel fue anocheciendo. El olor a mariguana me llamó en una de las calles. Le pedí al mesero que estaba sentado fumando que me diera unas inhaladas. Fue con señas de lejos y al inicio se asustó. Accedió y me preguntó si era de (Ecuador? Bolivia?).

No, de México. Gracias.

Con la percepción aumentada, relajada, fui caminando de regreso. Por un momento quise tomar un taxi para que me acercara a algún centro y entrar a bares. Pero nunca pasó un solo taxi. Mientras caminaba volví a ver lo visto durante el atardecer, pero sin luz, solo electricidad. El ambiente de fiesta aumentaba. Pero a mí me interesaba la costa. Ahí la gente se sentaba a platicar y tomar mate.

Me acosté un momento en los pastos para ver las estrellas. Y después me aproximé al mar a través de un puente.  Les pregunté a dos chicos que hablaban sobre mariguana (una buena en punta del diablo) que si tenían. Dijeron que no. Me acosté en el puente y seguí viendo las estrellas. Abril tiene una constelación en su cuarto y cada que duermo con ella vuelvo a ver esas estrellas de Punta
del Este que me hicieron tan feliz.

Antes de entrar al hotel, pasé a la cafetería de la estación de omnibús y me compré un pan de pollo para el moshis y mi pastel de cumpleaños para el día siguiente. Al final, nunca me lo comí y lo tiré en el basurero del aeropuerto ya de regreso.

DULCE OLVERA 

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