DÍA 1, MONTEVIDEO
Cumplí mi sueño al cumplir 27 años. Compré un café Starbucks en unos seis mil pesos chilenos (5 dólares) el martes 4 de marzo alrededor de las 4 o 5 de la mañana, hora de Sudamérica, a miles de olas de distancia de mi hogar en la capital mexicana, donde mi perro dormía a sus 2 o 3 de la mañana.
Era solo una breve parada. Las montañas (no cerros, montañas) que rodean el aeropuerto de Santiago te inquietan a quedarte. Pero mi destino era Montevideo, Uruguay. Arribo: 11 de la mañana, hora sudamericana. En el avión compartí la fila de asientos con un niño. Recuperé un poco de sueño perdido mientras escuchaba el playlist creado para la ocasión.
El piloto avisó del pronto descenso, unas tres horas después. Desde la ventana en el vuelo se veía un río café espantoso. Vi olas tímidas y barcos diminutos que solo los de adentro sabían cuántos días llevaban ahí.
Esa fue mi primera impresión del país que deseaba conocer desde 2013, cuando leí sobre su presidente y la supuesta excelente calidad de vida (ahora sé, por los montevideanos, que los salarios son muy bajos frente a los precios de la canasta básica de comida y servicios). "¡Bárbaro!", me expresó el taxista estafador que me cobró 8 mil pesos uruguayos por trasladarme de Cabo Polonio al aeropuerto para que no perdiera el vuelo de regreso (recomprarlo salía en 30 mil pesos mexicanos). Debió ser un buen día para él.
Saqué la cámara del celular y capté la entrada del avión a la costa montevideana. Mi corazón latió por fin. Ya arras de suelo, el río (que creen mar) luce azul en pleno verano sudamericano. Lo café se desvaneció.
Pasé a migración y su sello de la República no sé qué del Uruguay estrenó mi pasaporte. Mi maleta sobrevivió el transborde de México-Santiago-Montevideo y la tomé. Se me ocurrió la idiota idiota idea de cambiar casi todos mis dólares en el local del aeropuerto, donde me dieron el tipo de cambio a 24 pesos uruguayos por dólar, siendo que vale unos 33 pesos. Perdí miles de pesos.
El taxi que me llevó al hotel California volvió a estafarme. Pero lo valió por el recorrido de media hora de la provincia donde se ubica el aeropuerto jamás saturado al centro de Montevideo. Una de las primeras cosas que noto de países o ciudades distintas son las placas (y eso que odio a los automovilistas).
Llegué en una semana peculiar para los uruguayos. Era el fin de su verano y de las vacaciones. Aún así seguían ancianos despreocupados sentados en los parques y chicos sin playera corriendo por el malecón en la bella, bella costa de Montevideo. Diversas playas adaptadas para un mar que es río. El calor era soportable, nada intimidante para una mexicana.
Llegué al hotel. Había apartado cinco días, pero en el camino decidí que iría subiendo la costa uruguaya como nómada hasta Punta del Diablo, a unas cinco horas de ahí por carretera. No me cobraron por cancelar. Subí y solo le di 20 pesos uruguayos (nada) a quien me ayudó con la maleta. Llevaba poco tiempo y aún no dominaba el tipo de cambio.
El conector de luz era distinto al de conejito de norteamérica. JODER, pensé. Avisé que seguía viva a las personas importantes en México y puse el celular en modo avión. Tal vez conseguiría luz después. Tomé un baño y los comentarios en google del hotel ya me lo habían advertido: el agua salía helada. 80 dólares por noche en un hotel al centro...
Decidí confiar en los folletos de tours turísticos y contraté uno para recorrer la ciudad. Faltaba media hora para que iniciara. Fui a comer a un restaurante de a lado. Abrí la puerta y los montevideanos estaban ahí, comiendo carne y jarras de vino, pan con aderezos. Una mesera anciana me acercó el menú y los precios me intimidaron. Llevaba grandes ahorros, pero seguía sin dominar el tipo de cambio así que cometí el error de pedir pollo en vez de carne (en URUGUAY!) y, ahí estuvo bien, un tarro de cerveza clara fría. Gran trago, pésimo pollo.
La chica del tour pasó por mí y dos brasileñas al hotel. En la combi turística había más como yo, es decir, turistas. Mexicanos no vi uno solo. Todas las ovaciones a México a lo largo del viaje las recibí yo.
La primera parada fue la plaza Independencia (fueron colonizados por españoles, quienes ACABARON con sus indígenas. No hay. Ya no existen comunidades originarias).
Creo fue lo más impresionante, arquitectónicamente hablando, un edificio emblemático de Montevideo que ahora es hotel o fue planeado como hotel (Palacio Salvo), ubicado entre su Reforma (18 de julio) e Independencia. No podía dejar de verlo. De toda las fotos que tomé durante el viaje fue la única -además de en el faro de Polonio- donde me tomé una selfie. En su momento, hace unas décadas, fue la torre más alta de Latinoamérica.
"combina referencias renacentistas con reminiscencias góticas y toques neoclásicos, su silueta característica se ha convertido en un emblema de la ciudad", dice wikipedia.
También hay un arco que divide a ciudad vieja del resto montevideano. El tour siguió al palacio legislativo (aburrido) y a su ciudad deportiva (aburrido).
La mejor parada fue en el mercado de artesanías, un estilo mercado roma donde hay locales de comida y artesanías. Me quedé en un bar de cervezas artesanales. Me tomé un gran vaso de buena cerveza uruguaya y compré otra botella para el resto del tour. Iba relajada, sin preocupaciones. La botella me acompañó en la maleta durante todo el viaje (una roomie argentina en Polonio me preguntó que por qué tenía una botella vacía en mi maleta) y ahora forma parte de mi colección de botellas de cervezas artesanales de diversos estados de México y otros países (alemania, rusia, eu, URUGUAY).
La camioneta del tour llena de brasileños y yo (una pareja de ellos me dijo que conocían Coahuila, sí y a mí qué) arrancó rumbo a las plazas de shopping. Yo, ya ebria, pedí que me bajaran en sus playas. La guía me preguntó como me regresaría al hotel y le dije que en taxi.
Me bajé y caminé a una de las playas del malecón, en la que están las clásicas letras blancas de MONTEVIDEO. El atardecer se aproximaba. Guardé en mi mochila los tenis, me quité el vestido y me fui a echar un chapuzón. Siempre traigo el traje de baño puesto en el mood vacaciones. Las olas no eran olas, era agua de un enorme río arribando a la costa. Volteaba a ver de vez en cuando mi mochila, intacta pese a estar rodeada de otros montevideanos (nunca me robaron). Disfruté el momento y luego me salí al malecón a caminar.
Tenía ganas de conocer la ciudad vieja. Caminé mucho, pero no llegaba. Por fin pude tomar un taxi, y el anciano de barba larga me recomendó ir al café FACAL en el centro y aplaudió mi idea de ir a cabo polonio. En ciudad vieja vi la clase media baja del Montevideo. Las Calles son como de algún centro histórico mexicano. Me aburrí y regresé al malecón a ver el atardecer. Pescaban algunos. Arreció el frío y me puse un suéter, el único que llevé (siempre viajo ligero).
Luego me encaminé por 18 de julio al café. "Frente a una fuente de candados", me orientó el taxista.
Caminé y caminé. Es el único café montevideano donde venden mate. Estaba a punto de desertar cuando vi la mentada fuente. Entré y pedí una lasagna (tienen roces italianos) y el mate. No me gustó su droga: la toman por la mañana, la tarde, la noche, lo sueñan. Cargan la hierba y un termo con agua caliente todo el maldito día.
"Si no lo tomo por la mañana me vuelo loco", me dijo el mesero que me ayudó a tomarlo. Le di buena propina. Para la noche ya dominaba el tipo de cambio. Pero no mi localización: estaba a dos cuadras del hotel california y pedí un taxi. Me cobró en vez de orientarme. Lo sorprendí con un billete de 2 mil pesos uruguayos y tuve que conseguir cambio en la recepción...
Eran como las 9 o 10 de la noche uruguayas, solo las 8 de México. Estaba exhausta. Había iniciado el día de ensueño en Santiago y terminado en una cama matrimonial solo para mí en el centro de Montevideo, la ciudad donde hubiese vivido seis meses de haber recibido la beca de movilidad a la Universidad de la República. A tres días de mi cumpleaños, el sueño empezaba.
Tardó en conciliarse, porque en el cuarto de alado no se callaban la maldita boca.
DULCE OLVERA
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