Era 7 de marzo, mi cumpleaños. Desperté en el cuarto del hotel de Punta del Este. Me bañé y empecé a recibir felicitaciones. Puse la televisión y era un programa de Argentina. Hay mucho intercambio cultural entre ambos países, aunque se odien. Me vestí con una falda y una blusa playera. Empaqué todo y planeaba ir a Cabo Polonio.
Desayuné dulce de leche, jamón, jugo, café y no sé qué más Tenía mucha sed. La recepionista-camarera me comentó que se acordó que necesitaba un adaptador para mi celular y me lo prestó. Le agradecí muchísimo (en mis siguientes viajes llevaré uno sí o sí). Mientras desayunaba, frente a un altar de buda, me percaté que la uruguaya que leía también Serotonina estaba ahí, desayunando a una mesas. El libro frente a ella, ella viendo su celular. Más tarde bajó su beba y esposo. Fue lindo ver el momento. Terminé el bendito desayuno gratis de los hoteles, me despedí de la chica libro y la grandiosa recepcionista y partí, a una calle de distancia, al omnibús.
Carajo, no había viajes de Punta del Este a Cabo Polonio. Entonces pedí un boleto para Punta del Diablo, el límite entre Uruguay y el enorme Brasil, a unas dos horas y media de ahí. El viaje salía en dos horas. Encargué por 100 pesos uruguayos mi maleta en el guardaropas a cambio de mi número de pasaporte. "Dulce, qué lindo nombre". Gracias, dije.
Uruguay es tan pequeño que puedes hacer mil actividades en un minuto. Fui al otro lado del mar que un día antes. Vi las famosas y fotografiables manos saliendo del suelo. Tomé un par de fotos a esos dedos porque, joder, si no no habría ido al Uruguay. Y caminé un momento entre arena, piedras, pececillos y una mañana de jueves, la mañana de mi cumple 27.
El calor me orilló a encargar una silla con sombrilla. Me compré una patricia de lata, me senté y puse mis audífonos. Mi vista apreciaba el mar, mis oídos la música de babasónicos, mis labios el sabor de la cerveza y mi vista, también, observaba a una viejita en traje de baño sosteniendo su paraguas. La vida en Uruguay es envidiable.
El camión a Punta del Diablo salía 10:30 hora sudamericana. Me acerqué mientras tocaba la batería en el aire al ritmo de una canción de green day. Compré agua uruguaya (esa marca tiene el monopolio en toda la costa, pero he olvidado su nombre). Robé un poco de internet dentro del camión y mandé señales de vida a México.
-Ya llegamos a Punta del Diablo?
-Aún no, yo te aviso -me dijo el señor que, como en todos los viajes en Uruguay, te revisa el boleto al estilo de los trenes. Nadie te solicita algo al abordar el camión hasta la mitad del viaje.
-Ya estamos cerca?
-Ya casi.
Fueron más de tres horas. Detrás de mí un niño también ansiaba llegar a Punta del Diablo y su madre lo callaba. Llegamos a una terminal... en medio de la nada. (Ya de regreso entendí que a lado se ponía una combi para llevarte al centro por menos de 20 pesos uruguayos).
Empecé a caminar con mi maleta debajo del sol entre la carretera rumbo al centro de del diablo. Seguía a un par de viajeros, igualmente cargados con sus maletas. Ser nómada es de las mejores experiencias de la vida, pese a su incomodidad.
Caminaba y caminaba, y nada. Y era mi cumpleaños. Vi un taxi y, cansada, le dije que me llevara. Me cobró creo 100 pesos al hotel aquarela. Vi su nombre en el mapa de la terminal y me llamó. No sabía que era el puto hotel más caro del lugar. Pero lo valió: vista al mar, albercas, amacas, sala de juegos, y desayuno de dioses. 120 dólares la noche y me prestaron el adaptador toda la noche. Dejé olvidado mi peine. Era mi cumpleaños, lo valía.
Dejé las maletas, y salí a conocer Punta del Diablo: tres playas rústicas, casuchas de un nivel; el lugar más parecido a Mazunte, Oaxaca, que conozco. Eran poco antes de las 3 de la tarde, moría de hambre. Subí a un restaurante y pedí un filete de pescado con una caguama de patricia. El mesero, estilo kurt cobain, chuleó mi nombre. Platiqué con la beba de la mesa de a lado mientras disfrutaba el platillo y la vista al mar azul intenso equivalente al calor de esa tarde. Estaba segura que me estaba bajando en ese momento. La magia del viaje se enegrecía. Pero no, la menstruación que según las cuentas llegaría esos días, llegó hasta el domingo 10 de marzo, 12 horas, un par de horas después de aterrizar en la CDMX. Gracias, diosa de la sangre, por entenderlo.
Pedí para llevar el resto de la cerveza y me fui a nadar, nadar, nadar. De crol, de mariposa, de alemana. Qué feliz cumpleaños, lo juro. Salí un momento, bebí cerveza y caminé a la playa de a lado. Había un cúmulo de barcos pesqueros, tal vez alguno había traído el grandioso filete de mi comida.
Puse mi mochila en la sombra de uno de ellos, pintado de rojo con amarillo, y me fui a nadar. Nadaba y nadaba, hasta que de pronto no vi mi mochila. Joder. Cada día solo sacaba el dinero necesario para un día (todo mi capital dividido entre los días que iba a estar, práctica que aprendí cuando viví un mes en tepozotlán). Me acerqué a la costa para ver, y la mochila ahí seguía, pero un perro negro había decidido acostarse a lado. Le agradecí ser guardia.
Para el atardecer, antes caminé a las rocas para acercarme a las olas y sentarme a meditar una media hora, comencé a caminar hacia el centro y las dunas. Repito, Punta del Diablo es Mazunte. Hay cabañas, casas antiguas de un piso, y artesanos vendiendo cualquier manualidad. Una familia me abordó y vendió mi nombre en alambre de cobre. Venían, creo, de Brasil. La mujer y el niño estaban desnutridos. El chico del puesto de a lado hacía pipas de madera. Le compré una y al chico del nombre un poco de mariguana. Pésima. No me puso nada. La quemé al límite de la duna: veía las tres playas, las casuchas y el atardecer tímido; escuchaba a una familia montevideana discutir porque una hermana molestaba a la otra, que el premio por buenas calificaciones sería ir a comer a mc donalds. hasta allá llega el imperialismo, carajo. Por fin se fueron.
Casi anochecía. Bajé al centro de nuevo. Pasé a un bar por un mojito. La dueña puso a Amy Winhouse (back to black) y a Guns N Roses (creo que era november rain, o mi mente me orilla a recordar eso por ser un grato momento). Voltée a ver al cielo, vi otro tipo de estrellas, y agradecí celebrar mi cumpleaños de esa forma. Viajando sola, conviviendo con completos desconocido a miles de kilómetros de mi familia, mi perro y amigos.
Bajé más tras dos mojitos. Pedí una hamburguesa y fui a quemar más mariguana. La carne era de vaca y odié el sabor. El mesero era turco y en inglés me dijo que si quería que fuéramos a cojer. Le dije que no, gracias. Acabé mi cena de 27 años y seguí caminando con un vaso de cerveza en la mano. Mi vejiga explotaba. Hice pipí en un callejón, justo donde vendían mariguana medicinal. Pensé ir, pero viajar sola tiene riesgos. Entonces, ebria, busqué mi hotel. Me perdí. Punta del Diablo no tiene mucha iluminación artificial. Le pregunté a unos chicos dentro de una cabaña, entre calles con arena, si ubicaban el tal aquarella, pero tampoco eran de ahí.
Al fin llegué. Me eché a una hamaca y empecé a leer algunas felicitaciones. Después de me eché a la alberca a nadar un par de vueltas. La alberca tenía luces rojas.
Me salí unos minutos después, me duché, me puse un camisón y me eché a la cama enorme solo para mí a leer serotonina. Caí muerta. Al otro día, como a las 6 de la mañana, abrí las cortinas desde la cama y vi uno de los amaneceres más hermosos de la vida.
Es muy probable, sin temor a equivocarme, que haya sido el mejor cumpleaños hasta ahora.
DULCE OLVERA
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