CAPÍTULO XX
Mientras calculo que otoño arriba una vez más, continúo ensimismada. Recostada en cama, por horas, días y noches, he estado.
Me duele la espalda, siento mi olor, me arden los dientes, y el estómago. Y cada que intento incorporarme y percibir algo (lo que sea), con los ojos cerrados me reitero la misma interrogante: ¿para qué salir de aquí, afuera, donde millones viven, millones de transeúntes, miles de autos, de gente aplastada en cualquier sitio?
Aquí, aquí estorbo menos. Como rama de árbol caída desde una altura en la que alguna vez pude estar.
Aquí, aquí estorbo menos. Como una gota de rocío en pastizal, producto de la lluvia de una noche anterior, retando a los rayos solares, ya tímidos, característicos de este bendito otoño, y su equilibrio.
Ni mucho calor, ni mucho frío.
Como todo rocío, aunque el sol no ha entrado a este cuarto en meses, desapareceré. Tal vez hoy. Justo ya en otoño; mi último regalo de la vida.
¿Y si sol era lo único que necesitaba?
¿Un abrazo?
¿Una charla más con el científico de la mente?
Esto no es suicidio. Esto no es matarse. Esto, esto solo es dejar de vivir. Justo en la estación en que tenía fe. Solo una gota de fe, de lluvia a rocío, y de finales de septiembre.
DULCE OLVERA
Octubre 2016-septiembre 2018, CDMX.
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