domingo, 3 de abril de 2011

Amanecer forzado


Tlauili pudo salir de la residencia hasta las 11:30 de la noche, es decir, una vez que terminó de confeccionar el disfraz de chimpancé para William, el hijo menor de los Lecona, el cual usaría al día siguiente. La calle Cascadas estaba ligeramente alumbrada: sólo en una que otra casa se dignaron a prender las lámparas externas; sintió estremecimiento cuando comenzó a caminar. Sus pasos eran titubeantes, inseguros, lentos. Tlauili miraba hacia su alrededor una y otra vez sin saber que eso no evitaría nada en caso de que alguien se aproxima…



“¿Quién es?”, se cuestionó alterada al ver un hombre doblar la esquina a unos metros de la casa de sus jefes. El individuo caminaba hacia ella desafiantemente: como si no se sorprendiera de verla ahí, frente a varias casas y a la vez, sola. Ahí, petrificada sosteniendo una bolsa del mercado en la cual llevaba las sobras de la cena para su abuela. Allá, retrocediendo rápidamente y tratando de huir hacia una dirección donde, ya sin salida, aquel otro la encontraría. Dos contra una. Oscuridad, soledad, excitación, maldad e impulso contra una. Provocación, insensatez, perversidad y desmesura en medio de ingenuidad, inocencia e incertidumbre. Dos contra una y media: el miedo la había llevado al terreno de la inmovilidad y aterramiento. Enmudeció; su única herramienta de defensa, anulada.



El hombre de la playera negra la sujeta fuertemente al mismo tiempo que tapa su boca de manera violenta y temerosa. Tlauili está atrapada, la bolsa ha caído en el suelo en medio de la calle. La luna de casi media noche es testigo de los forcejeos, prendimientos y violencia; decide ocultarse bajo dos nubes: sabe qué sucederá al igual que Tlauili y al igual que la señora de la casa de enfrente que se asoma tímidamente por la ventana para ver a los individuos arrastrar a la muchacha (de unos diecisiete años) hacia la esquina.



El de azul la toma de las dos piernas y el de negro, continúa “callando” los gritos que ella emitiría si el momento no fuera… no fuera justo ése. El de estar consciente sobre qué pasará y no poder hacer nada contra eso, sólo esperar que “algo suceda” para evitarlo, o que el tiempo se detenga, que ambos se desvanezcan, que despierte de la pesadilla. Ante esa circunstancia, Tlauili sólo puede expresar su desesperación e impotencia de una sola forma: resignarse.



El milagro no llega en medio de aquella noche, de aquellos dos salvajes impulsivos. El de negro finalmente la coloca en el suelo y sostiene sus brazos fortísimo sobre el cemento de la banqueta. Mira a su compañero con complicidad y ambos se percatan de que no haya nadie cerca mientras el de azul se baja el cierre y el pantalón con dificultad: aún sostiene las piernas de la víctima. Ella sigue forcejeando, aunque cada vez con menos convicción.



Aquél de azul muerde su lengua lujuriosamente, le abre las piernas ansiosamente y mete su verga totalmente erecta dentro de Tlauili. Su instinto animal comienza a satisfacerse con cada intransigente “mete-saca”; gime, cierra los ojos, mira hacia arriba con disfrute. Penetra, placer; saca, deseo, satisfacción inmediata al entrar de nuevo. Risas nerviosas del de negro que no sólo reflejan su burla, también sus dientes putrefactos. Ella, irrumpida, invadida, extenuada… a nadie le importa. Sus brazos están débiles, ya no es necesario apretarlos; el de negro comienza a mamar sus pequeños senos. Sus piernas están ensangrentadas. Su vagina recibe finalmente la eyaculación del otro sujeto; ha terminado, ha tenido un orgasmo precoz a cambio de violar el cuerpo, voluntad y vida de una muchacha que jamás ha tenido su primer beso.



No satisfechos, intercambian los roles: el de azul mama y muerde sus pezones aún con el pantalón abajo. El de negro la introduce una y otra vez, suda, rebuzna, aprieta sus piernas hacia él, se satisface y eyacula inmediatamente al mismo tiempo que emite un grito de placer. Ambos ríen, se suben el cierre, se limpian su sudor con las manos llenas de semen y por fin la sueltan, la avientan, la dejan tirada como un bulto que ya no necesitan; adolorida en todos los sentidos. Sin embargo, Tlauili no llora: cuando uno sufre de verdad, las lágrimas no sirven, ellas expresan tristeza, no dolor. El dolor es inexplicable, sólo se siente dentro, muy dentro…


DULCE OLVERA

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