Cuando uno se convence de que ella no volverá, tras meses de ver una y otra vez su espacio vacío, es válido dibujar una alternativa, sujetarse a una silla para amortiguar el vértigo que despierta su definitiva ausencia. Ya sentada y en parte resignada, es humano cuestionarse qué hay más allá del recuerdo o del sueño. ¿Cómo enfrentar verdaderamente su voluntaria partida y, qué dolor, su aún más voluntario no regreso?
Yo sé que ella ya no es como yo la recuerdo y nunca fue como yo la miraba. Todo encuentro siempre estuvo distorsionado de fantasía. Reconozco que en este instante ella, lejos de mí, es quien verdaderamente es. ¿Quién la percibe en ese estado? Quizá nadie, mucho menos ella misma. Es por ello que no encuentro descabellado continuar en esta silla y comenzar a alucinar su cuerpo, su rostro, su cabello, su voz, las palabras que me diría, las que omitiría, las miradas que --esas sí-- siempre la han caracterizado. Porque a pesar de todo, dentro de esa inevitable idealización y espejismo, llegó a asomarse y yo a observar, ciertos detalles que sí eran suyos. O mejor aún, que yo creo suyos, pero al no serlos, me pertenecen.
No estoy escribiendo ningún disparate. Ella ya está frente a mí y no sé qué decirle. ¿De qué se conversa con alguien que sabes que no existe, pero al mismo tiempo representa lo que ella siempre ha sido, es decir, una ilusión?
DULCE OLVERA
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