CAPÍTULO DIECISÉIS
Los lugares descubiertos mientras se deambula se convierten en refugios para el corazón. Yo tengo uno, pero en mi sueño no pude encontrarlo.
Es bello. En medio de la ciudad, oculto, hay un mar. Yo lo he visto. Y nadé en él, tal vez. No lo recuerdo. A veces la vida es más confusa que el mundo onírico.
Soñando, mi cuerpo quieto, recostado y respirando lento, no logré localizarlo.
Sé que ese mar está entre una zona boscosa. Es absurdo, lo sé. No hay costa en esta ciudad, y eso también lo sé. Pero, ya lo dije, ahí hay un mar.
Es un mar pequeño.
Durante la búsqueda en sueño encontré un lago y creo haberme desplazado en una lancha.
No fue lo mismo. Nadar en mar, en mi propio mar, en mi refugio, y en la vida misma, debió darme más tranquilidad. No lo recuerdo. Solo lo sé.
Mar oculto en una ciudad, mar pequeño, mar que recuerdo, pero no te veo, ¿existes aún?
Mar, te has ido empujado por un viento errante que, al igual que yo, no tiene un rumbo y deambula como idiota. El viento, entre lagunas y yo, entre días y noches en el mismo lugar; errando y errando.
Me paro de la cama, estiro mis brazos como vela, cierro los ojos y reto a ese viento errante que se llevó a mi mar a devolvérmelo. Aparece, ven; mátame, desaparéceme.
Sin mi mar oculto, sin mi refugio, deambular es un fastidio.
DULCE OLVERA
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