viernes, 29 de marzo de 2013

Un entierro justificado

No estoy seguro de cada detalle, pero sé que ese día mi padre se sentó en la primera banca que su vista tuvo la fortuna de encontrar entre aquel ruidoso viento y ese insoportable aroma a estrés citadino. Optó por refugiarse en el pretexto de tener que amarrarse las agujetas de sus desgastados zapatos para regalarse sin sentimiento de culpa ese irrepetible instante. 

  A esas alturas, Gabriel creía necesario justificar el prohibido acto de disfrutar evocarla en un momento exacto y efímero como ese: cuando las nubes chocan confundidas entre la próxima oscuridad del cielo y sus tenues colores. Recordarla en esos minutos poéticos antes del anochecer le resultaba casi como un tabú. Ella era su símbolo de supuesta eternidad y total entrega. Aseguraba que su historia era tan sencilla como el nacimiento de una flor, pero tan inexplicable como el amor mismo. 

  También reconocía que cada que intentaba narrarla, un vehemente temor lo invadía: “La palabra es una mujer muy celosa. Cada que es articulada, es capaz de robar deliberadamente nuestros recuerdos”, alguna vez escuché de su temblorosa voz; aquella que lo poseía sólo cuando pensaba en su ella. “El miedo de alterar cada instante me impide hablar sobre nosotros. Todo se quedará en mi memoria, aquel ángel cruel que hace sobresaltarme de insomnio en insomnio”, contestaba cada que yo le preguntaba las causas de su obstinación por el silencio. 

  Le insistía de distintas formas, le argumentaba cosas como que el desahogo es tan natural y necesario como la repentina ruptura de un capullo... Sin embargo, su mirada perdida y hundida en ojeras realmente exhalaba turbación. Por piedad siempre cedía al nulo movimiento de sus labios y comenzaba a leerle lo primero que encontraba en su librero (casi siempre era poesía).

  Aquella tarde fría, cuando quiso saber cuánto tiempo llevaba en esa banca astillada, se percató que había olvidado su reloj en algún lugar; seguramente en el buró. Se incorporó con rapidez y, entre dos suspiros, sacudió la parte trasera de su abrigo. La incertidumbre de no saber la hora le impidió seguir pasmado entre el final del atardecer y una demorada luna que prometía iluminar aquellos recuerdos encerrados en su desgarrada alma. 

***

 Cuando mi abuela me acompañó a casa la noche siguiente, encontramos todas las habitaciones oscuras y una nota en la mesa. Palabras que mi madre sustituta decidió evitar que leyera a mis cortos siete años. Letras que hasta esta mañana encontré entre sus cosas a tres meses de su muerte. 

 Querido hijo: lamento que no hayas podido venir al funeral, pero ni siquiera yo estaba invitado. Decidí comprar un ataúd y lo llené con palabras que siempre quise decirte sobre Daniela. Luego esparcí dentro de él todas sus pertenencias y fotos. Finalmente salí al jardín a enterrarlo. PD: si no vuelvo, es porque aquellas palabras celosas hicieron que olvidara regresar. 

 La he leído más de cuatro veces y sólo dos pensamientos vuelan arriba de mi mente perturbada: uno, mi mamá se llamaba Daniela. Dos, si le hubiera leído otros textos en vez de esos desalmados versos que lo alimentaban de mundos alternos y fantasiosos, mi padre hubiera podido regresar a la realidad.

DULCE OLVERA 

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