Soy un escritor fracasado. Mi nombre te importa un coño, pero me seguirás leyendo porque, de antemano, te he confesado que soy un fracasado. Ese tipo de cosas siempre atraen a la gente porque les hace olvidar sus propias desgracias. No miento, soy un fracasado. Seré un don nadie, pero no un mentiroso. Pues bien, yo moría por fundirme en hojas de papel rugoso, tintas que escurrieran entre ideas y, por el amor de Dios, poseer una jodida taza de café y una cajetilla de cigarrillos tan pegados al oficio del escritor. Pero nada de eso. Soy asmático y mi empleo me restriega en cada entrega que soy un puñetero escritor frustrado.
¿Alguna vez has escuchado un audiolibro? Pues yo soy el perdedor que lee el contenido y brillantes ideas de alguien más. Me pagan por permitirle a un pobre diablo escuchar mi aguardientosa voz en lugar de tomarse la molestia de leerlo por sí mismo. Ya sé que algunos con problemas visuales, disléxicos y blabla les resulta útil, pero no a costa mía: el sujeto se deleita con narraciones mientras corre, maneja o se sienta en su sala con descripciones de personajes y situaciones que yo no fui capaz de crear, pero sí de leerle a pesar de desconocer su rostro e identidad. Patético, claro está. Yo también le resulto desconocido. El único que se lleva los aplausos es el puto autor que tuvo el valor, paciencia y tiempo de teclear un par de párrafos hasta convertirlos en novela, ensayo o uno de esos textos que la gente sobrevalora y te hace sentir mierda si no lo has leído. Vaya cosa.
Debo aclarar dos hechos: la empresa para la que trabajo maneja libros completos. Nada de versiones abreviadas. Y segundo, agradezco al dios de los ridículos, mi empleo es a solas y por horas establecidas. Me ahorro la molestia de dividirme capítulos con otro individuo (escritor fracasado, seguramente. O quizás locutor sin oportunidad). Asimismo, no me acompañan fondos musicales ni sonoros que inyectan veneno a la imaginación de los escuchas.
Esa es mi vida: leer letras de alguien más a otro alguien más. Nunca tengo contacto con ninguno de ellos y, por supuesto, tampoco con otros libros ajenos a mi actividad laboral. Aborrezco leer y sentir que ese hombre pudo hacer --mucho mejor-- lo que yo llevo 56 años intentando. No hay acción que odie más que leer.
DULCE OLVERA
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