Llegué a casa y busqué una regla, un termómetro o una balanza. Cualquier herramienta con la cual pudiera medir exactamente lo que me costó aceptar el hecho de descubrir para qué existo. Fue inesperado. Mientras corría para tomar el camión de regreso, en medio del movimiento muscular de mis brazos y una condenada brisa, solté sin querer la moneda que llevaba en la mano izquierda (quién querría perder una moneda justo a punto de alcanzar el transporte). Sin pensar en la posibilidad de sentir las llantas aplastando mi cráneo deforme, me agaché a recogerla justo abajo del autobús. Fue durante esos segundos que lo acepté. Y desde luego, todo mi cuerpo se paralizó en el mundo exterior. Dejé de detectar movimientos y formas. Adiós moneda, autobús y... entorno. Mi mente emitió omnipresencia y junto con ella la certeza de mi existencia sin necesidad de la otredad, salvo Ella.
Lo aclaro. Nací hace veintiún años y absolutamente todo lo que he comido, masticado, visto, leído e incluso mentido sólo fueron parte de un proceso indispensable para llegar a las siete y diecisiete minutos de la mañana a un estúpido rincón de un salón de clases, no encontrar banca dónde sentarse, perder la mirada en el espacio y, válgame, encontrarse de pronto en un segundo que jamás volverás a experimentar y que te habrá hecho entender tu vida. Saber de su existencia. La de ella. Y no conforme, atreverte a enamorarte sin saber su nombre ni el día en que decidió comprarse aquella camisa a cuadros que viste. Ella no se ha percatado de tu presencia y cuando lo hizo, no causaste absolutamente nada dentro de su alma. Para eso necesitarías otra vida.
Todas las personas que iban dentro del autobús que perdí ignoran por completo que yo vine a este mundo para enamorarme de ella, haberle escrito un par de líneas y enviárselas un jueves minutos después de las tres de la tarde, y, finalmente, recibir lo mismo que obtuve ese segundo que la conocí: un silencio con ruidoso sentir.
DULCE OLVERA
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