Siempre que tomaba su abrigo y salía a caminar con ambas manos escondidas en los bolsillos, el viento que jugaba con su cabello le revolvía las ideas con sus sueños de la infancia y retomaba mentalmente la gestión de aquel proyecto que, sabía, jamás llevaría a cabo a pesar de estar seguro de que le daría la tranquilidad merecida por todo ser humano. El plan era sencillo, pero arriesgado: renunciar a todo y refugiarse en un monte alejado dónde meditar. En otras palabras, enterrar su realidad citadina y entregarse a la naturaleza.
Cuando Abel atravesaba por periodos de vacío interior visitaba museos, se paraba frente a cualquier cuadro y se inventaba una vida dentro de él. Parado ahí por interminables minutos le despertaban un hueco mayor en el estómago y salía casi corriendo hacia alguna cafetería donde, de preferencia, sirvieran bolillos crujientes y mantequilla. Acompañar su sopa con esa combinación lo acercaba ligeramente a la sensación de bienestar. En efecto, los museos con cuadros habitables y la mantequilla untada eran su solución ante ese agotador y recurrente vacío. El atardecer más hipnotizante ni su empleo como fotógrafo de cirugías lograban satisfacerlo.
Una madrugada, mientras el insomnio lo hacía conseguir cigarrillos en tiendas de 24hrs, conoció una alternativa a todo ello. Una inimaginable. Abel salió al balcón de su apartamento a fumar y entre bocanada y humo, perder su mirada en las tímidas nubes de la madrugada; aquellas que no se les puede asignar parecido a alguna forma conocida. Por un par de segundos se sintió totalmente atraído por el cielo e incapaz de mover su cuerpo. Rígido y concentrado, soltó el cigarillo al suelo y cerró sus ojos. Fue un instante alejado de todo sentido y en medio de aquella oscuridad aumentada por sus párpados caídos, la mujer surgió. Y así, de perfil, Abel la conoció cubierta de una ligera nieve que caía entre ambos. Ella tenía aspecto de alucinación. Su sonrisa irradiaba calma, portaba un vestido rojo sin mangas, y mientras intentaba descubrir la dirección de su mirada, una naciente luz la fue desdibujando poco a poco. Con los ojos cerrados acababa de conocer a la mujer más acogedora que, con ojos abiertos, jamás había visto en quizá sus 26 años de vida...
Él era fotógrafo. Trabajaba con luz. Aún así, no lograba comprender aquella aparición tan llena de luces y sombras, nieve, sonrisas... Sin darse cuenta, se había envuelto en la silueta de aquella mujer sin saber siquiera de su existencia. Su recuerdo no dejaba de punzarle a la mañana siguiente mientras masticaba una ciruela; su desayuno. Eran las nueve y media, y durante treinta minutos había intentado relacionar antecedentes y por lo menos comprender por qué era roja aquella prenda. Un rojo ella.
Una tarde pasó cerca de un museo, pero en esa ocasión prefirió ignorar su vacío y sentarse en la banca de un parque, sacar un cuaderno y, entre dudas y mareos, desgastar lápices en trazos con la vaga intención de plasmar su místico cuerpo y, vaya locura, devolverla en figuras visibles en hojas de papel. Logró dibujar sin problemas la nieve y el vestido, sin embargo, su perfil lo tenía borroso dentro de su mente aturdida. Encendió un cigarrillo justo como en aquel insomnio, pero el exceso de árboles y personas le impidió recordarla. Desesperado, guardó lápiz y cuaderno, llegó hasta la colilla y se retiró frustrado.
--Si tan sólo pudieran fotografiarse las alucinaciones... las mujeres enigmáticas... aquella en particular.
Llegó a casa y colocó a Amr Diab mientras preparaba su cena. Entre Egipto y suspiros, se percató que comenzaba a enamorarse de una mujer cuya voz desconocía. Cuando se acostó, el humo del té lo transportó a un mundo onírico donde pudo verla a lo lejos entre lagos y largos árboles. No intentó acercarse más. Entrecerró sus ojos y con su dedo índice recorrió su silueta en el aire poco a poco hasta terminarla. Despertó; su dedo la había capturado para siempre.
Entre irreales apariciones y confusos sueños, Abel fue recorriendo los meses de su vida. Entre tomas fotográficas y cigarrillos, Abel no dejaba de inventar nuevas lunas ajenas a la de este mundo con la esperanza de que en una de ellas viviera su mujer enigmática. Un domingo decidió ir a la biblioteca pública para olvidarse por unos momentos de todas esas fantasías en medio de fantasías ajenas. Decidió tomar un libro de Bukowski y sentarse en una mesa alejada. Mientras leía el cuento Se busca una mujer, sintió una mirada sobre sus hombros. Giró su cabeza, pero encontró el origen de la sensación enfrente suyo: eran dos ojos escondidos en unas gafas con pasta naranja que hacían juego con el suéter. Era linda. Le sonrió y siguió leyendo. Cuando terminó un par de cuentos, bostezó tanto que decidió volver a casa.
Por la noche le marcó Jazmín para recordar sobre la cirugía urgente del día siguiente, que cargara bien su cámara... Misteriosamente la palabra "urgente" zumbó en sus oídos y mientras ella continuaba charlando en el auricular, no lo dudó ni un segundo: aquella chica del suéter naranja era su mujer enigmática. ¡Por fin había traspasado a su dimensión y lo había buscado! Y lo mejor de todo, lo había encontrado. Se habían encontrado. Ante tal descubrimiento colgó el teléfono sin despedirse y su mente inició una fiesta desastrosa.
--¿Cómo podré volver a verla si ni siquiera sé su nombre?, se cuestionó mientras se frotaba la mano en su rostro.
Nunca en la historia alguien había deseado tanto que llegara un lunes y, mil vueltas en la cama después, llegó. Al terminar su encargo de la cirugía, se encaminó a la biblioteca con la ingenua idea de reencontrarla o, mejor aún, conseguir su dirección. Su plan no era ir a visitarla como un psicópata novato, Abel había encontrado en el fondo de su vacío el deseo de escribirle una carta y enviársela. Necesitaba contarle la magia que veía en ella y lo surrealista que había vuelto su vida desde aquella primera aparición cuando él, en medio de cigarros e insomnio, cerró sus ojos y la conoció de vestido rojo para posteriormente, en la vida real, mirarla de naranja.
--Entenderá que nosotros como institución pública no podemos ofrecer datos privados así como así...
--Sí, pero usted también debe intentar comprender que si no le envío esa carta, pasaré el resto de mi vida con un paraguas en mano para evitar la irritable lluvia de palabras que le escribiré, pero no podrá leer a falta de dirección a dónde enviarla...
--Lo siento.
--¿Eso es todo?, ¿vivirá el resto de su vida sabiendo que estropeó una historia de amor?
--He vivido con eso y más... Buenas tardes.
El "tardes" retumbó en sus oídos y le regaló la sensación de que aún tenía hasta el anochecer para idear la forma de reencontrarla y decirle sin titubeos errantes: "Tú eres la mujer enigmática de mi vida". La palabra "mujer" terminó de regalarle todo. Subió al mismo piso del día anterior y tomó el mismo libro. Se sentó en una mesa a lado de la de la otra ocasión, sacó una pluma, una servilleta y escribió:
Guardó su pluma y miró a su alrededor. Abrió el libro en el inicio del cuento Se busca una mujer y colocó la servilleta con la invitación. Abel estaba seguro que funcionaría... Tendría que esperar tres interminables días para verla llegar y compartir una mesa llena de interrogantes posibilidades. Sin embargo, lo único que vio llegar aquella tarde fue la lluvia reflejada en su taza de café. Encendió cuatro cigarrillos y ninguno de ellos lo envolvió de su silueta, vestido rojo o perfil iluminado por nieve... Entonces se percató que la mujer enigmática sólo es posible amarla en otra dimensión.
DULCE OLVERA
--Entenderá que nosotros como institución pública no podemos ofrecer datos privados así como así...
--Sí, pero usted también debe intentar comprender que si no le envío esa carta, pasaré el resto de mi vida con un paraguas en mano para evitar la irritable lluvia de palabras que le escribiré, pero no podrá leer a falta de dirección a dónde enviarla...
--Lo siento.
--¿Eso es todo?, ¿vivirá el resto de su vida sabiendo que estropeó una historia de amor?
--He vivido con eso y más... Buenas tardes.
El "tardes" retumbó en sus oídos y le regaló la sensación de que aún tenía hasta el anochecer para idear la forma de reencontrarla y decirle sin titubeos errantes: "Tú eres la mujer enigmática de mi vida". La palabra "mujer" terminó de regalarle todo. Subió al mismo piso del día anterior y tomó el mismo libro. Se sentó en una mesa a lado de la de la otra ocasión, sacó una pluma, una servilleta y escribió:
Sé la armonía de mi melodía por una tarde. Te espero este jueves a las 17hrs en el café de Montiva. Lleva un color distinto...
DULCE OLVERA
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