Enterarme me hundió dentro de una laguna particular capaz de alentar el tiempo. Me percibí sumergiéndome cada vez más lento, me sentí más pesada y más triste. Justo en ese momento me atacaron los recuerdos, y no cualesquiera; los nostálgicos. Esos que te alteran, te detienen, te paralizan. También te asfixian y te devuelven a las lágrimas de rutina que en esos segundos se perdían entre el agua y un húmedo dolor. Nunca supe qué hora era. No olía a amanecer, ni se escuchaba soleado o sabía a viento. Nunca supe por qué tendría que haberme importado eso justo en esos lúgubres instantes.
Si acaso salir a respirar era lo sensato, lo que yo buscaba era mirarme al espejo y observar el reflejo de la mujer más triste. Lamer la representación de un llanto discreto con alguno de mis dedos de una mano temblorosa. Pero en medio de ese, mi cuerpo fragmentado por dolor y nostalgia, no había espejos ni mucho menos miradas. Solo repeticiones de aquello que me enteré; palabras que chocaban en un interior que se rehusaba a significar, a relacionar, a aceptar.
Sin embargo, llega un instante en que (quizá la parte más solidaria de ti) te permite reconocer tu sufrimiento así la causa sea antigua y la de siempre. La única capaz de hacerte llorar y de la que más te avergüenzas. La que más ocultas entre compulsiones absurdas como morderte las uñas o vomitar. En ese fugaz momento te dejas caer aún más. Aquellas lagunas no tienen fondo, espacio ni relojes con chuecas manecillas; sólo abandono de represiones. Aceptas que a pesar de todo el odio y rencor, sigue siendo la única persona que te despierta pasiones imposibles de aterrizar en arte o besos. Que la amas.
Y que así llegues al fondo de la laguna y ella esté ahí, no será por ti. Y no será ella. Sólo su recuerdo. Porque ella, la que nunca alcanzaste, ahora se ha ido con otro.
DULCE OLVERA
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