Abrí la carta del menú y comprobé lo que una madrugada antes había determinado. La vida es una serie de decisiones o pasos que te llevan a más decisiones y pasos. Para que yo hubiera estado sentada en ese restaurante tuve que optar por acciones ajenas a la rutina que tenía marcada desde meses.
Para que se me entienda, podría hacer un corte de tiempo justo hace dos semanas cuando tuve el deseo de salir a tirar la basura con mis pantuflas de garra puestas. Son tan enormes y cómodas que el hecho de entregar las bolsas con porquería acompañadas de un par de monedas y un saludo, resultó un acto secundario. Lo importante de ese instante fue percibirme caminar con ellas en mi vecindario a las tres de la tarde. La magia de los días de descanso.
Cuando volví a la entrada de casa, las garras se encontraron ante una revista tirada en el suelo. Decidí --sí, una decisión más a la lista-- recogerla y hojearla. Publicidad por aquí, por allá y un poco de conflictos bélicos a millones de kilómetros de mis pantuflas. Mis cómodas pantuflas.
Entre los anuncios encontré el de una farmacia homeopática cuya dirección me pareció muy cerca del departamento de Martina, la mujer a la que le doy clases de kawasayu. (Me niego a explicar qué es eso, pero, en efecto, impartir clases de aquello me permite sobrevivir y darme lujos como el de depositar monedas en el camión de la basura).
Esa calle, esa calle. La duda fue lo suficientemente poderosa que un día, una vez que salí del depa de Martina, mi kawasayualumna, decidí descubrir una ruta alterna para emprender mi camino. Mi idea no era encontrar la farmacia, dios, no. Pero me sentí una mujer miserable cuando descubrí que llevaba ¡meses! caminando por las mismas calles sin cuestionarme qué había en las laterales.
Nada, no encontré nada interesante.
Sin embargo, decidí --¿han contado el número de decisiones diferentes?-- hacer el mismo ejercicio "aventurero" por mis rumbos. Además de percatarme de alguno que otro atajo y una casa con un gorila colgando en el techo (?), entré por primera vez al restaurante donde actualmente me encuentro por quinta o sexta ocasión.
***
No exagero al asegurar que el local lanzaba un aura enigmática. La arquitectura parecía una mimesis de alguna pintura de Remedios Varo: techo, ventanas y puertas lucían interdependientes, techo, ventanas y puertas parecían mirarme. Pese a la luz lúgubre, el ambiente lo sentí encantador y no pude evitar sentarme a consumir algo.
Observar que los comensales no conversaban entre ellos y en sus rostros se reflejaba una luz, no me causó extrañeza. Jodidos celulares, pensé.
Noté que de las paredes del negocio colgaban marcos con fotografías sepia. Desde mi mesa no alcancé a verlas a detalle, pero estaba casi segura que eran de los fundadores, los dueños; la generación entera. Alguno de ellos debió conocer a Andrés Breton, a Dalí, qué sé yo. Sin embargo, nada en el nombre de los platillos se asociaba con aquel movimiento artístico. Nada en el atuendo de los meseros, el cajero o los mismos clientes.
Quizá sólo fue una primera impresión inexacta por parte mía. El restaurante no tenía temática alguna ni música de fondo. Era, aparentemente, uno más del vecindario del que, hasta entonces, ignoraba su existencia.
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Volví a ir al siguiente día y al otro. Nada de novedad. Literalmente, nada. Los mismos comensales mirando hacia sus celulares mientras masticaban. De cierta manera lucían como vacas ingiriendo pasto una y otra vez sin importarles el sabor o aroma, solo sus malditas pantallas.
Mismos comensales, mismas fotos sepia, misma ausencia de música. Cubiertos, silencio, tenedores, gente masticando, silencio.
***
Hoy regresé sin pensarlo. Durante toda la madrugada intenté reflexionar por qué siempre somos los mismos comensales. Esta jodida rutina no es normal. Un lugar que no se esfuerza por complacer a sus clientes no puede mantenerlos por mucho tiempo y ellos, bueno, nosotros, somos fieles. Muy fieles. Grotescamente fieles.
¿Qué comprobé al abrir la carta del menú? Que en fondo y forma todas las opciones son asquerosamente parecidas. Sean sólidos o líquidos. Que los clientes no observan lo que piden. Lo comen (comemos) sin cuestionar. Lo necesitamos.
Como si, dentro de este restaurante, la comida --a pesar de su nulo sabor-- fuera adictiva. Como si no fuera un restaurante más, sino uno donde drogan a los clientes para que vuelvan (volvamos) por siempre.
No quise ahondar más y continué comiendo.
DULCE OLVERA
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