Hace una semana estuviste dentro de mí. Quizá no hicimos amor, pero algo debió crearse entre nuestros besos, tus caricias y mi mano recorriendo tu cabello. ¿Fue solo el semen que vi depositado en el condón que minutos antes sacaste del empaque que cortaste con unas tijeras amarillas? No, algo debió producirse. Pero se quedó en el colchón. O la lluvia que nos acompañó de regreso a mi casa nos lo arrebató. Eso, lo que sale de los primeros besos y la primera penetración.
Hace una semana, horas después, descubrimos que no buscamos lo mismo. Para ti es posible recorrer las calles a lado de alguien sin tomarle la mano como muestra de que, a partir de cierto día, tus relatos se fusionan con los de esa mano, ese brazo y ese ser. Para mí es inconcebible volver a cerrar los ojos para besar la nariz de alguien a quien sé que no puedo llamarle a cualquier hora para contarle que me da miedo crecer.
Hace una semana, a medianoche, mi celular vibró y la pantalla decía tu nombre. No contesté. Querías hablarlo. Seguro era lo conveniente. Pero no quería volver a escuchar que no estabas listo para una relación, listo para lo que yo estaba imaginando desde que te vi en la primera cita. Dices que tal vez después podamos intentarlo. ¿Después de qué?
Ojalá tuviera la desfachatez de esperarte. Ojalá vuelvas y me convenzas que la confianza no es más importante que estar juntos y, esta vez, conocernos, y, esta vez, sí ir al cine, y, esta vez, descubrirnos ese algo que no podríamos encontrar en nada más y nos necesitemos el suficiente tiempo como para recompensar con sonrisas la tristeza de hoy, después de lo de hace una semana.
Después de lo de hace una semana, aún tengo tu suéter.
DULCE OLVERA
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