domingo, 16 de octubre de 2016

El equilibrio del otoño

CAPÍTULO TRES 

Bmmm. Un avión pasó arriba de mí. El sonido es agudo y aterrador. Arriba de este cuarto hay vida. Bmmm. Lo escuché a detalle. Pudo haber sido justo el que soltaría una bomba que cayera sobre el hospital para erradicar a todos los enfermos que lo habitamos. Una bola de estorbos menos. Pero no fue así. Seguimos vivos. Seguimos medicados. Seguimos encerrados. Seguimos, en mi caso, deprimidos.

A miles de kilómetros de aquí, en otro país, una bomba ha caído del cielo sobre otro hospital. Han muerto. Han muerto todos. Puedo olerlo desde aquí. No han tenido tiempo de recuperarse. Ni de despedirse. Qué afortunados. Ya no tienen nada por llenar con trabajo, dinero, amor...

La guerra, esa fuente de ingresos. La guerra, esa fuente de muertos.

¿Es acaso la ventaja de vivir aislados? Aquí, en mi cuarto, acompañada de mi botella con arena y mar, no escucho metralletas, ni gritos, ni huelo sangre fresca, ni temo por mi vida, ni tengo que quitarle a alguien su vida para seguir con la mía por tiempo indefinido porque podrá venir alguien armado por atrás y ta-ta-ta arrebatarme; borrarme. Vivo en un alto al fuego eterno. Un silencio aterrador que se ha desmoronado por el bmm del avión. Por segundos. Se ha ido volando. Silencio de nuevo. 

No necesito ayuda de urgencia. Nada de camillas o escandalosas ambulancias. No recuerdo la última vez que una enfermera me atendió, si es que alguna vez lo hizo y yo estaba muy sedada para tenerlo presente. No evoco los primeros días aquí. Ni siquiera entre sueños. Pareciera que no existieron y nací repentinamente dentro de estas 1, 2, 3, 4. Cuatro paredes homologadas. Casi. En una está la puerta, en la otra está pegado el librero y en la otra la cama. Nada está libre, todo sujeto. Mi cuerpo y ellos; atados al encierro, a lo mismo, hundidos a la misma emoción una y otra vez.  

Tengo tiempo para atender a los heridos de guerra... Pasen, pasen. Ahí están. Cómo han podido ingresar. Sé limpiar heridas, poner pomadas, coser cortadas profundas en la piel, desinfectar, parar la sangre (es más escandalosa que la herida misma)... Pasen, pasen.

Les pondré un termómetro en la axila; la infección no cede. Les acomodaré la almohada entre la espalda o escucharé su dolor. Ya está sucediendo. 

Son heridos, heridos de guerra que necesitan que se les lea un cuento en que la guerra no existe. Hace unas horas, e incluso minutos, estaban en la batalla. A punto de disparar, a punto de darse por vencidos. Son humanos. Odian y temen al mismo tiempo. Titubean frente al enemigo desconocido, el enemigo de alguien más. 

Solo son soldados usados.

¿Dónde está la paz? En la cama de un hospital militar o campamento de urgencias rodeado de ta-ta-ta-ta. Hasta que coqueteas con la muerte. ¿Dónde está la paz? En la cama de un hospital psquiátrico, mas no en la mente del interno. ¿De mi interior? 

En mi mente ya no hay caos, solo falta de ánimo para cualquier acto u omisión. Algo me aplasta sobre los hombros y no me suelta. Me hunde cada vez más. Soy un globo con poco helio que se balancea en una avenida. Cualquier carro puede golpearme y hacerme explotar. No me importaría. No me importaría. Hoy he atendido a enfermos de guerra.

La guerra, ese choque entre desconocidos. La guerra, ese encuentro de venganzas.

Soy una jodida estatua inerte. Inútil. Sin creaciones ni creencias. Paredes, paredes, no hay más que paredes. Y enfermos de guerra. ¿Dónde están? Se han ido al igual que el avión. Bmm, no más bmmm. 

Todo, la guerra en especial, es tan complejo que prefiero morir, morir y volver a morir. Se pudre el mundo. Ya no recuerdo cuando me sentía Dios.

Me pesa cada hora de mi vida. Disfruto la noche, el momento de dormir. El único en que la inacción está justificada. Me siento una fracasada. Necesito la manía, necesito la manía de vuelta.

Hace frío. ¿Está nublado afuera? Imagino un cielo congelado y cuarteado a punto de romperse por completo. Como yo.

Algún día, cuando la manía vuelva, eliminaré la guerra y el cielo será naranja. 

DULCE OLVERA






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