CAPÍTULO DOS
Recostada en la cama lo único que la obscuridad me permite ver es la rendija de luz que se cuela por la puerta. Es de noche; los colores se han ido. Es de noche; los sonidos se agudizan. Es de noche. Escucho voces de afuera. Deben ser enfermeras o guardias. A estas horas el científico de la mente sin bata blanca debe estar en su propia cama con su propia rendija de luz. ¿Estará durmiendo?, ¿él podrá dormir?
Imagino esta vida con un balcón. Debe ser mucho mejor que contar solo con una ventana, que tampoco tengo. La vista hacia el exterior es más grande y por alguna extraña razón, en ocasiones, como esta, lo grande es mejor que cualquier otro tamaño. Sobre todo si la vista es hacia las montañas que te muestran tu límite y a la vez tu libertad. Además, desde un balcón se puede asomar más allá del cuello y la cabeza. Incluso puede sentarse y apreciar cualquier detalle que acontece en ese momento y descubrir figuras en los arbustos del vecino.
Pero no tengo ventana ni balcón. Solo tengo esa pequeña ranura entre la puerta y la pared; la única parte del mundo, donde no es este cuarto, al que mis ojos pueden acceder.
Cierro los ojos. Ahora soy un horrendo molusco nadando en el fondo del mar. Mis tentáculos son hermosos. Abro los ojos. Soy Gretel, una mujer encerrada y sin intención de sanar para salir a donde sea que tuviera que caminar, correr o volar. Cierro los ojos. Es de noche, pero no tengo sueño. Cuando se vive sin un balcón (y sin una rutina que desgaste) el cansancio no es común.
Siento mi rostro triste. ¿Con qué se llena la vida? Con lágrimas no alcanza.
Cierro los ojos. Ahora soy una estrella lejana que desea ver desde su galaxia un mundo distinto al que siempre ve. La estrella está fija; como yo, Gretel. Ambas necesitamos un poco de movimiento para conocer más allá de nuestro alrededor más cercano. Un telescopio tal vez. Si persiguiera mi sueño y fuera astrónoma, tendría más de uno y se lo podría prestar. Estrella lejana y fija, ¿por qué no somos cometas?
El encierro me ha inmobilizado. Antes de que me internaran, recuerdo, mis pensamientos brincaban en zig zag y yo saltaba junto con ellos. La energía y las risas corrían a mi lado. Toda yo era una ola gigante que cualquier surfista desearía desafiar. Bromeaba en exceso. Era el bufón de cualquiera. Desde un perro callejero a un poste. Era un festín de quien se hartaron.
No es que nos encierren para sanarnos. Nos encierran para aislarnos. No soportan vernos distintos a ellos.
No es que nos encierren para sanarnos. Nos encierran para aislarnos. No soportan vernos distintos a ellos.
Cierro los ojos. Daría un gramo de arena de mi botella por un gramo de ese brío. Solo con esa pizca sería capaz de pararme de esta cama, abrir la puerta y ver más allá de la ranura de luz. Conocería los rostros de las voces que escuché hace unos momentos y comenzaríamos una conversación sobre los tipos de peces, el número de capas que tiene una cebolla, los años que tienen que pasar para considerar viejo a un automóvil o a un tren...
A veces, en noches como hoy, escucho un tren lejano pasar. Estoy segura que es solo el fantasma. Por eso nunca dejaré de escucharlo. Ignoro su origen y mucho más su destino. Tampoco sé si transporta pasajeros o mercancía. Pero si alguna vez salgo de aquí, lo abordaré y mi compañero de asiento será un vagabundo. El boleto de entrada está hecho de petróleo y la máquina avanza con combustible hecho con papel. Los árboles están en peligro de extinción.
Cierro los ojos. Ahora soy el conductor de esa larga locomotora invisible. Avanzo vertiginosamente y nadie me ve. Somos fantasmas. Existimos en algún momento, pero ya no en este presente. Solo somos lo que Gretel escucha a lo lejos desde el cuarto donde vive encerrada porque no pudieron comprender su propia locomotora.
DULCE OLVERA
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