CAPÍTULO CUATRO
En algún momento estuve más allá de la cima de la ola. El frenesí me tenía envidia. Era, igual que el mar, imponente, de una hermosura inquietante y de colores que no existen en otros elementos de la naturaleza. Todos hubiesen querido ser Gretel.
En ese entonces nunca me habían medicado ni encerrado. Ni siquiera sabía que ese brío interior, esa fuente de adrenalina en que me había convertido, era una enfermedad de mi mente.
Tenía 18 años.
Escribía sin parar. A veces en la mañana, a veces en la madrugada. Daba igual. Sobre billetes, sobre vacas vegetarianas, sobre calaveras que vivían en peceras, sobre agujetas que se parecían a Scooby Doo, sobre círculos del infierno modernos haciendo honor a La Divina Comedia…
Mayo, junio, julio…
Leí y leí. Un día fui a la librería del viejo y despilfarré cientos y cientos de pesos en revistas de National Geographic en inglés que creí más que interesantes, así como en un libro que se deshojaba solo con verlo. Era de Julio Verne, uno de mis autores favoritos de esa época. Ya no está en mi librero. El librero sujeto a la segunda pared.
Agosto… amaba, era amada. Escribía, leía. Estaba completa.
Pero solo era una fantasía, dice una canción de Pink Floyd.
Al entrar a la facultad, mi alma se fue desmoronando día a día hasta estar sentada en el auto de mi padre a las seis de la mañana de un sábado llorando solo porque me había preguntado cómo estaba.
Aquella ocasión iría a acampar con unas amigas y no sentía entusiasmo alguno. Solo tristeza profunda y, para entonces, ya crónica.
Aquella ocasión iría a acampar con unas amigas y no sentía entusiasmo alguno. Solo tristeza profunda y, para entonces, ya crónica.
Un día antes había escrito a mi amor que, por favor, me matara. De igual forma le escribí con furia a un dios por no sentirme como antes.
No entendía qué me sucedía. Solo lo sentía. Y todo era nuevo. En la infancia había tenido breves periodos de inexplicable nostalgia, pero eran pasajeros. O eso creía. Esta vez llevaba un mes así.
Me percibía incapaz de realizar los trabajos universitarios encargados. Un sábado, otro donde ya no estaba papá, pospuse tanto tener que analizar un estudio sobre las algas que, acostada en mi cama, anocheció y se agotó el día. La seguridad en mí no volvió ni volvería hasta dentro de mucho.
En otra ocasión, me vi orillada a golpear la pared, morder un puño y salir corriendo de una clase. La ansiedad me apoderó ante tanta tristeza acumulada. Corrí y corrí hasta desvanecerme sobre el pasto de una parte de la facultad. Era otoño. Estaba aquel sol melancólico que tanto admiro y que no he recibido en meses. Pero el equilibrio peculiar de esa estación estaba muy lejos de mí, como ahora.
Llegué a casa llorando y me acosté sobre el sillón para tratar de responderme por qué me sentía así: deprimida. Tuvieron que transcurrir años para que entendiera que mi cerebro estaba enfermo y necesitaba ayuda.
Pero solo tenía 18 años. A esa edad no comprendía que el comportamiento y ánimo de un deprimido no es voluntario.
Hoy, recostada sobre esta cama de hospital, cierro los ojos, estiro mis brazos y piernas en forma de estrella y comienzo a flotar sobre el océano. Soy el océano: a veces feroz, a veces quieto; nunca en equilibrio.
Nadie, que no desee sufrir, debe amarme.
DULCE OLVERA
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