CAPÍTULO SIETE
"Estás recostada sobre el pasto y arriba de ti las figuras simétricas de las ramas de árboles en invierno te cubren de los rayos tenues del sol. Te gusta. Disfrutas el momento. Aceptas que la belleza puede encontrarse no solo en el mar. Cierras los ojos. Ahora, aún sobre el piso verde y suave, escuchas un teléfono sonar. Vamos, imagina el sonido. Proviene de uno de esos de disco; como el de los abuelos. Un tono, el primero, el que te alerta, el que te guía. El segundo ring, el que te convence que el teléfono suena. Te acercas a los tonos, tomas el auricular. Contestas sin tener claro cómo lo localizaste y todavía con los ojos cerrados.
–¿Sí?
–Gira el cuello hacia tu izquierda -escuchas-. Abre tu mirada hacia el cielo. De antemano sabes que es azul. Vamos, imagina que es ese tono de azul que empleabas en tus dibujos cuando niña. Es de día, pero la luz permite ver a la luna. Está casi llena. No la dejes explotar. Que tus ojos la vigilen, la intimiden, la inmovilicen, la enloquezcan. Sí, mírala; no te dejes apantallar por su vuelo fijado. Ahora sí. Déjala explotar. Ahora sí. Sorpréndete ante los pedazos que se separan al ritmo de una fractura lunar, ante su desunión, su ruptura; su muerte. La luna se ha muerto y tú has sido testigo. O culpable. No dejes de mirar.
–Debo huir.
Su explosión, te percatas, ha provocado un hoyo en el cielo que se agranda gradualmente. Sus ondas emiten el presentimiento de muerte.
–Inicia el fin del mundo -escuchas al otro lado del auricular-. Percibe el fin del mundo. Es tu primera y única vez. ¿Estás lista?, ¿qué te faltó por hacer? Claro, eso. ¿Por qué lo pospusiste tanto?
Huyes. El hoyo negro se aproxima y alimenta tu angustia. El hoyo ya está aquí. Para llenarte tu eterno vacío" (Bitácora, abril).
Desperté. Cerré los ojos y, despierta, imaginé que me arrojaban al mar desde una avioneta de la época de la Segunda Guerra Mundial. Al aterrizar sobre agua, activaba otro hoyo negro, esta vez submarino. Rompía al mar en mil pedazos. Y era el inicio de mi mundo. Uno donde no existen pastillas, ni depresión involuntaria, ni cero empatía del otro.
Abrí los ojos. Sonó la puerta. Era el científico de la mente y me hizo retornar al planeta de los locos y cuerdos, donde solo una tarjeta de identificación te determina entre ambas categorías.
DULCE OLVERA
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