CAPÍTULO NUEVE
Medio año encerrada en un cuarto, como delincuente, pero con un trastorno mental introducido, me hace recodar a los prisioneros de guerra viviendo en las peores condiciones posibles.
Ahora soy uno de ellos. Trabajando duro, con hambre, desnutrida, vistiendo un camisón harapiento y durmiendo en un espacio limitado e incómodo. Pronto seré trasladada a una cámara de gas. Yo no sabré que lo es. Me harán desnudarme y compartir ese cuarto obscuro de ladrillos con decenas de niños, mujeres, ancianos y hombres desconocidos. Dirán que debemos bañarnos. Cada semana me dicen lo mismo. El baño, el aseo. Pero de las regaderas no sale agua, solo monóxido de carbono. Y arde. Araño las paredes, lloro, estoy llorando y viviendo mi última experiencia de desesperación y duda antes de que ese gas termine de hacer efecto en mi vida.
En media hora o un poco más, un par de personas entrarán y verán cadáveres desnudos tirados en el suelo. Uno de ellos, el mío. Algunos cuerpos lucirán azules o negros. Están muertos, lo estamos. Fueron víctimas de un crimen de guerra, lo fuimos.
Ese par de personas, es su trabajo, nos arrastrarán y apilarán como si hubiéramos sido cualquier insignificancia menos humanos. Nos echan fuego. Ahora somos una fogata de seres. Ya de nada nos sirven las ropas que doblamos antes de entrar a la cámara para, así nos dijeron, ducharnos. Así nos dicen cada semana. El baño, el aseo, la higiene. Tampoco ya son de utilidad los billetes y monedas que todavía nos quedaban, ni las ganas de abrazar al de a lado ni la posibilidad de fruncir la nariz ante el olor fétido provocado por nuestra propia vida incendiándose.
Así, quemándome luego de ser asfixiada, de nada me sirve esta profunda depresión ni mi botella con mar y arena.
Así, quemándome luego de ser asfixiada, de nada me sirve esta profunda depresión ni mi botella con mar y arena.
Encerrada en este hospital psiquiátrico, durante meses, como delincuente, me hace sentir como una prisionera de guerra en la época del nacismo. Solo por ser judíos eran erradicados del mundo. Solo por estar deprimida soy exiliada del exterior; desaparecida. Soy invisible, no existo.
No hay ningún dios aquí.
¿Qué hago entre cuatro paredes, incómoda, sin moverme, a punto de ser trasladada a una cámara de gas en un sábado por la tarde? ¿No puedo ser un adolescente que le esté ayudando a su padre a arreglar una falla del auto mientras un perro ladra? ¿No puedo ser la misma tarde del sábado que mira fijamente las ramas de un árbol?
No tengo ventanas ni entusiasmo para imaginar cinco planetas girando arriba de mí, pero aquí están, girando. Desearía echarme sobre la montaña de ropa que hemos abandonado afuera de la cámara de gas. En bolsillos de abrigos encontraría la fotografía de un niño montando un caballo o una servilleta donde pudiera dibujar el rostro contento de un perro. Ese perro que ladraría mientras ayudo a mi padre a arreglar el auto.
Pero estoy débil. Soy incapaz. Cierro los ojos y deseo que, sin esfuerzo alguno, mañana ya no despierte. Por la madrugada vendrá el científico de la mente sin bata y llenará de gas este infame lugar. Moriré. Gracias.
No hay dios de ningún universo que se atreva a pisar este sitio. Apesta a medicina. Pronto, muy pronto, a monóxido. Y no podré ser más un atardecer de sábado. El equilibrio está en otra parte.
DULCE OLVERA
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