CAPÍTULO ONCE
El mar puede ser azul, puede ser gris, puede ser negro. Pero el blanco de su espuma siempre armoniza con el cielo. El cielo puede ser azul, puede ser gris, puede ser naranja, puede ser rosa, puede ser negro; o todo a la vez. Pero el blanco de sus nubes, en la costa de algún país o isla, siempre combina con el mar.
Ayer soñé que llegaba a una playa por la madrugada. Vi la superficie del mar tan obscura como su parte más profunda y temida. Donde nadan seres rayando la monstruosidad. Ante esa doble obscuridad, yo, humana, anhelé la tranquilidad de las olas durante los minutos del amanecer. Cuando la luz ilumina al mar como si fuera la primera vez en toda la historia.
Recibir un nuevo día frente al mar, siendo solo un ser humano y no una mantarraya, es ser realmente consciente de la vida. Justo como lo es aquella numerosa parvada de aves blancas que juega a volar rozando el agua; coquetea con la superficie y luego ataca buscando presas nadadoras. Consciente de la vida como lo es ver un perro que no conoce los parques porque nació en la costa y se echa a la arena para facilitar su primera rascada del día.
¿Puedes ver lo que veo y describo para mi bitácora? Sonríe ante lo que contemplas a través de mis ojos. No hay cuarto ni paredes. Deslúmbrate. No, espera, mejor medita que el sol rosado que comienza a asomarse ocultando la temida obscuridad es inconcebible, casi surrealista. ¿En qué planeta estás? Duda. Disfruta junto conmigo este sueño porque en cualquier momento podemos despertar; abrir los ojos en nuestra respectiva realidad.
El cielo, en la playa o en alguna ciudad, puede ser, por capas, azul marino, blanco y un toque de anaranjado por unos instantes mientras aterriza el anochecer como, en un mar lejano, aquella parvada lo hace sobre las aguas.
La vida es una combinación de colores. Combina, interactúa. Es ahora cuando me percato de eso que deseo despertar y salir de este cuarto de hospital psiquiátrico para ir a comprar pinceles y un par de acuarelas. Deseo pintar mi vida. La pasada. Esa que vivía cuando el brío y la tristeza no eran mis principales extremos. Cuando en verdad podía salir a comprar pinturas y trazar un atardecer multicolor que no tuviera fecha de caducidad o al menos una muy lejana como la de una lata de sardinas. Me extraño.
Imaginen, ya despiertos al igual que yo, el olor y sabor de una sardina enlatada proveniente del Mar Egeo, al sur de Grecia. Hace unas semanas, antes de que mis niveles de brío estuvieran en negativo y pasara los días debajo de la base de mi cama, el científico de la mente me prestó su computadora. Bajo su supervisión, vi desde el buscador el mapa del mundo y "fui" al Mar Egeo. Descansé un momento en la arena de la isla Creta. Desde ahí, esta vez en el terreno de la fantasía, logré visualizar una ave que decidió arrojarse al mar no para comer, jugar o coquetear, sino en honor al rey ateniense.
Luego me pasé a las islas Egeas del norte. Sentí los límites de mi humanidad al verme entre la cuna de una rama de la filosofía y el puente entre Europa y Asia, dos de los cinco continentes de este planeta que no puedo rodear caminando o bailando porque alguien me encerró por no ser otoño.
Pero puedo mover el dedo y navegar calles de una isla griega petrificadas en fotos tomadas por alguien más. Alguien que no nació con sustancias químicas desequilibradas en su cerebro. O tal vez sí, pero con el valor de enfrentarlo afuera; en el hostil mundo vivido y fotografiado desde el mar, desde la ciudad o desde el punto intermedio azul cielo. Saca tus pinceles.
Pero puedo mover el dedo y navegar calles de una isla griega petrificadas en fotos tomadas por alguien más. Alguien que no nació con sustancias químicas desequilibradas en su cerebro. O tal vez sí, pero con el valor de enfrentarlo afuera; en el hostil mundo vivido y fotografiado desde el mar, desde la ciudad o desde el punto intermedio azul cielo. Saca tus pinceles.
DULCE OLVERA
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