domingo, 9 de abril de 2017

El equilibrio del otoño

CAPÍTULO DOCE

Esta tristeza vaga, esta tristeza profunda, sosegada y permanente me tiene encerrada; mi cuerpo, alma y mente presos.

No he cometido algún delito, pero vivo entre paredes de un hospital psiquiátrico. 

A veces me siento encarcelada y otras, como hoy, señalada de algún pecado; quizás el peor de todos: ser diferente o tener el ánimo blanco, carente de todo. 

¿Por qué asociar la melancolía con el pecado, si implica por sí misma un infierno? Cargamos el duelo y la culpa de cargarlo. 

Rojo infierno, blanco ausencia. Incluso el blanco puede ser triste cuando rodea mi rostro. 

Alguna vez encontré en una playa un esqueleto blanco de quien en algún momento nadó en el mar. Era mediano, no lo suficiente para haber pertenecido a una ballena. 

Fuera del mar, donde también hay muerte, la locura me arrastró a la melancolía y no la melancolía a la locura. No pude soportar los árboles rotos y sin hojas; no pude seguir sobreviviendo al cielo arriba de mí apunto de quebrarse. 

El blanco frente al negro y azul. El llanto que te asfixia, el llanto que te cubre de la cabeza a los pies; justo el que te inmoviliza al atarte. Pero no hay lágrimas. 

Estoy hastiada de sobrevivir con esta desolación que me oscila entre la agonía y la euforia. Soy diferente. Rozo la muerte. Me abandono. Abrazo al sufrimiento, y huyo de la razón y lo aceptado. 

Me pierdo. 

Y luego de aceptar y entregarme a la tristeza, encuentro la tranquilidad. Cierro los ojos. Sentada frente al río que fluye en la montaña, sentada en el amanecer de un jardín, en la luna, o recostada en una barca abandonada, descubro que el blanco también puede ser luz que radia de mí y de los planetas que no había logrado admirar sumergida en la melancolía. Ahí están. Allá. Arriba. Son cinco o más. 

No eres pecado ni un hechizo; eres un sueño profundo. 

Quien se aproxima al abismo, dijo Walter Benjamin, no debe sorprenderse de saber volar. 

DULCE OLVERA

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