CAPÍTULO TRECE
Todos los dioses se han marchado. Todos los dioses se han marchado. Lo escribí en las olas cuantas veces su fuerza contra mis manos me lo permitió. Totalmente empapada y aturdida, olía a sal y a desesperación, una ligada a la entrega; la entrega a la locura.
Grité. Les grité a los dioses. Por qué me habían abandonado ahí, en medio de ese diluvio que ya llevaba casi un año debajo de mí, o lo que solía ser. Por qué.
Me entregué a la locura. No más puerta. Gritaba. No más paredes. Los gritos formaban una sinfonía junto con las olas que imitaban los truenos. Gritaba. Pero también reía. Eran risas que en cualquier momento se convertirían en llanto. Era llanto a un paso, y lo fue, del desmayo.
El ritmo de las olas fue disminuyendo hasta alcanzar la lentitud de ondas de un lago aislado, tan solitario como yo, adonde me orilló la melancolía. El lago se evaporó hasta diluirse sobre mí en tenue lluvia.
Inmóvil, aún desmayada, me bañé con las olas hechas ondas y las ondas hechas gotas. Y las gotas mezclándose conmigo. Ahora éramos dos entes soportando una presión hacia abajo; más allá del núcleo del planeta. Una depresión profunda que alenta, que atonta, que arrebata, que frena, que detiene, que pausa, que, finalmente, te lleva a delirar, que cava un hoyo en el pecho donde se esperaría tener un alma, y por donde, lentamente, se va escapando el brío hasta dejarte ahí, inerte y empapada.
Los dioses se han marchado. Las gotas han vuelto a formar el solitario lago, pero la divinidad del mar, el dios de las aguas y la vida, ¿volverá? ¿Volveré a ser? ¿Saldré algún día de estas paredes? ¿Adónde? ¿Qué necesito? Estoy incompleta, pero, ¿qué perdí?, ¿qué me falta? Médicos, vengan.
Una caminata entre árboles y aves.
Una canción de piano y viento.
Una charla con té.
Un papalote por volar.
Silencio he tenido. Bastante. Puede ser hermoso. Puede ser ensordecedor.
Dios de la luna, del sol, de la lluvia, del fuego, del bosque, del río, del viento... ¿Por qué me han abandonado?
DULCE OLVERA
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