domingo, 20 de mayo de 2018

El equilibrio del otoño

CAPÍTULO 18

Me enfrento al vacío. Es planicie seca y monótona. Me hablan. Escucho. Pero mis palabras no salen, no llegan. Ayer lloré, pero hoy mis ojos siguen; continúan conmigo. Mi respuesta es la ausencia. Me ausento. ¿Dónde estoy?, ¿dónde estamos? Tiemblo deshidratada.

Ahora escucho aves. Un oleaje rítmico me llama. Pero veo arena y me veo ajena. Veo ondas de calor danzando. Escucho a mi sudor rozarme el rostro y las orejas. Presiento compañía de seres enterrados debajo de mí. Camino y camino. Estoy perdida arriba de ellos.

Siento una descarga en el corazón. Breve, pero suficiente para tumbarme. Estoy perdida. ¿Dónde estamos? 

El rítmico oleaje, las aves, la arena, las ondas de calor, el sudor, mi cama, las paredes, la puerta, la arena, las aves, los bichos debajo; el horizonte sin agua, el cuarto sin ventana. Grito por fin. Lloro por fin, más que ayer. Bostezo. Quisiera soñar con una familia. Ser acobijada. Las paredes se van, pero la eterna planicie me encierra. Es imponente.

Veo el calor, pero no hay sol. La vida arriba de mí se va obscureciendo y brotan estrellas. Yo sigo bostezando. Cada vez escucho más cerca un oleaje. Pero nunca arribo a ese mar. No hay aves ni luna ni serpientes. Esto es todo menos un desierto. Es mi propio infierno. Diseñado específicamente para mí. 

Estoy perdida pese a estar rodeada de vida. Mis pies están a punto de flotar, pero en cambio vuelvo a desvanecer. La vida alrededor vendrá a alimentarse de mi cuerpo mientras el mar me espera. Pero no llegaré. Ya no camino. Las estrellas se rehusan a acompañarme. Me han abandonado. Son paredes de nuevo y ahora vomito en el retrete.

Y lloro.

Lloro mucho. 

DULCE OLVERA 

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